Un último vuelo
En el aire se alzaban las dudas de los pensantes, mientras la realidad era gobernada por los impulsos de los idiotas. Parecía ser la eterna premisa en el nuevo planeta. Todos los días eran iguales para Osvaldo desde que se había alejado de la agencia. Tenía 56 años, pero lo obligaron a jubilarse por una lesión en la espalda, tras un aterrizaje accidentado. Vivía sólo en un modesto departamento. En un período de 2 años, pasó de viajar por el espacio y visitar planetas, a ocuparse de regar las plantas y darle de comer al gato.
Ya llevaba casi un año de esta rutina que no parecía poder aguantar. Había dedicado su vida a su trabajo, pero al dejarlo, descubrió que no tenía vida, se sentía muy sólo y muy inútil si no trabajaba. Todavía se mantenía sano y con ganas de seguir descubriendo las maravillas del universo. El infinito universo, la incertidumbre del todo. Sólo mirar al cielo le provocaban celos. Se sentía limitado, enjaulado. Todo era mentira, se cansó de pensar. Decidió que, si tenía que elegir entre ser un pensante indeciso o un idiota impulsivo, prefería unirse al bando de los idiotas. Así sería a partir de ahora, un idiota.
El pollo con papas estaba delicioso, lo cocinó con mucha dedicación y lo saboreó con intensidad. Como si fuera su última cena. Se echó en la cama luego de dejar todo limpio. El gato durmió a sus pies y Osvaldo disfrutó la calma de su habitación como quien disfruta algo por última vez. Se entregó al sueño ansiando levantarse al día siguiente. Se despertó temprano, hacía mucho tiempo que no se sentía tan incentivado. Se preparó unos amargos y se sentó a desayunar. Luego se duchó y se puso el traje más elegante que tenía.
Antes de salir del departamento dio un último pantallazo. Todo estaba perfecto, sólo un detalle faltaba. El gato se acercó a él, era su único compañero de vida. Osvaldo lo alzó y cerró la puerta. Caminó por el pasillo hasta el departamento de su vecina y le tocó el timbre. Era muy temprano, pero estaba levantada.
-Osvaldo, ¿Cómo le va?- le dijo en
voz alta, era una señora anciana y simpática.
-Bien Claudia, discúlpeme el
atrevimiento, pero me voy de viaje unos días y no tengo con quién dejar al
gato.
-Ay pero es hermoso ese chiquito, déjelo
conmigo, lo vamos a cuidar muy bien.
-¿No es mucha molestia, no?
-Pero no hombre, vaya tranquilo. ¿Se
va de vacaciones?
-Si, de vacaciones.
-Me alegro, se las merece.
Osvaldo se despidió de su gato, caminó por el pasillo y bajó las escaleras. Se prendió un cigarro mientras se alejaba del edificio.
Ya no fumaba con las mismas ganas de antes. Sabía que el cigarro era un asesino lento y silencioso, pero últimamente había coqueteado tanto con la idea de suicidarse que, quizás, ya no le temía tanto a la muerte. Esto de alguna forma hacía que el cigarrillo perdiera sabor. Quizás era una cuestión de perspectivas. Algunos fantasmas, al final, sólo son sábanas en el aire. Basta no pienses tanto, solía decirse a sí mismo cuando vacilaba demasiado al tomar una decisión. Entonces, mientras cruzaba la calle ante la atenta mirada de un semáforo en rojo, dejó caer entre sus dedos el último cigarrillo que fumaría en su vida.
En el pensamiento colectivo había varios mitos y teorías conspirativas sobre la agencia donde Osvaldo había trabajado en sus buenos años, pero una le llamaba poderosísimamente la atención. Rumores sobre la posible vida en la Tierra. ¿Acaso una nueva humanidad estaba empezando de cero en ese planeta? Como sea, en el camino pensó tantas cosas que, cuando se dio cuenta, ya estaba en la agencia. Esa puerta de acero frío, ese cartel con letras doradas, esa sensación de que algo esta por pasar. Como todavía conservaba su tarjeta de fichaje de la empresa, intentó acceder con ella, pero ya no funcionaba. Tocó el timbre y explicó quién era, lo dejaron pasar. Subió las escaleras acompañado de un leve dolor de cintura y cuando llegó a la puerta se acobardó y se arrepintió de todo. Entonces volvió a sentir un impulso y con él abrió la puerta. Lo estaban esperando algunos de sus ex compañeros de la agencia, todo fueron saludos y muestras de afecto. Muchos recuerdos y camaradería. Por fín llegó el jefe departamental y, saludo mediante, Osvaldo le explicó que necesitaba hablar con él. Lentamente se fueron alejando y dejaron atrás a los hombres y mujeres que ahora volvían a sus labores diarias.
-Bueno Osvaldo, ¿A qué se debe su
visita?- preguntó Ramírez.
-Primero que nada agradezco el
recibimiento tan cálido y …
-Por favor, se lo merece usted.
-Gracias, mire Ramírez voy a serle
franco y directo. Quiero volver a la agencia.
Ramírez hizo una larga pausa y luego
contestó:
-Imposible señor, usted ya sabe como
se maneja la agencia…
-Tal vez algún trabajo tranquilo, no
sé, algo tiene que haber para mí.
-Lo siento, pero es algo normal lo
que usted padece. Se tuvo que jubilar antes de tiempo y se siente raro, me imagino.
¿Sabe que necesita usted?
-¿Qué?
-Un viaje. Hágase un viajecito,
piense tranquilo, relájese y después va a tener más claridad a la hora de tomar
decisiones. Créame, se lo digo de corazón.
-Bueno, puede ser…
-¡Pero claro hombre!, disfrute las vacaciones y después va a volver con toda la pila cargada.
Ramírez siempre gritaba para
terminar de convencer a las personas. Casi siempre le funcionaba. Luego de un
apretón de manos, Osvaldo agregó:
-Antes de irme quisiera saludar a un
viejo amigo ¿No le molesta?
-No hay ningún problema señor- dijo Ramírez y lo saludó cordialmente.
Osvaldo fingió que contemplaba algunos sectores de la agencia que ni le importaban. Saludó a una persona que no quería saludar y finalmente se acercó al bunker donde guardaban la nave. Esa que alguna vez pilotó. Miró a su alrededor sabiendo que nadie vigilaba la puerta, porque había calculado llegar hasta ahí para el horario de almuerzo. Analizó la puerta y apoyó suavemente los dedos en el pequeño teclado que estaba a su lado. Basta no pienses tanto, se dijo e inmediatamente ingresó el código de acceso. Podría no haber sido el mismo código que él usaba hace 2 años atrás, así como su tarjeta de fichaje no había sido válida para ingresar al edificio. Pero sí, era el mismo código, nunca lo cambiaron. La puerta se abrió, Osvaldo entró rápidamente y cerró. Su corazón empezó a latir de otra forma y en su mente no había espacio para otra idea que no sea la de realizar un último vuelo. No podía ser de otra forma, ése era su destino.
Siguió los pasos para el despegue como si fuera un robot. Todo lo hacía de una forma casi mecánica. No dudó ni un instante de nada, no pensó. Imaginó la letra de una canción mientras dejaba atrás su planeta. Nunca tuvo tiempo de escribirla, pero quizás podría haber expresado algo de la ansiedad y la potencia que sentía en su cuerpo durante el correr de esos intensos minutos. No todos los días un jubilado se roba una nave espacial.
Lo primero que hizo al sumergirse en el espacio fue desconectar el radio, para que, desde la base, no pudieran comunicarse con él. Seguramente podrían rastrearlo, tal vez era cuestión de minutos hasta que llegase una nave buscándolo. Pero a Osvaldo poco le importaba, no tenía nada que perder. Voló tan cerca de la luna que pensó en hacer una parada ahí, pero no era ése su objetivo. La Tierra sí lo era.
Fijó el rumbo y encaró con determinación. Las estrellas a su alrededor, la soledad, el frío y la oscuridad lo hacían sentir como en casa. El mismo espacio, las mismas figuras que ponderaba durante largo rato en sus horas de angustia desde la ventana de su hogar. Ahora volvía a ser parte de todo, porque no quería perderse de nada. Un asteroide se le cruzó y casi se estrella contra la nave. Habría sido una muerte absurda, pensó. Como si existiera alguna certeza sobre lo digno o sobre lo absurdo a la hora de morir o de vivir. Casi sin querer, se vio llegando a destino. Empezarían los problemas. Cruzó una atmósfera y pronto se adentró en un planeta en el cual no sabía lo que iba a encontrar. Los pequeños continentes se hicieron más grandes y, cuando quiso ejecutar la maniobra de aterrizaje, no pudo hacerlo. Los controles no respondían. La nave caía lentamente, pero mientras menos respondían los motores, más riesgo había de caer a mayor velocidad. Un dejavú. Otro aterrizaje accidentado, era su Némesis.
Pronto Osvaldo visualizó su muerte, ésta vez no había manera de salvarse. Un impacto en seco y su cadáver descansaría en el planeta Tierra. Subía la velocidad, la nave ahora sentía turbulencias. Osvaldo llevó sus manos a la cabeza y se arrodilló. Seguía cayendo. El fuselaje levantaba temperatura, un continente se hacía inmenso. Se acercaba el impacto, los oídos no aguantaban la violencia del sonido. Antes de morir sintió deseos de pegar un grito, pero no hubo una palabra adecuada a lo que sentía. Entonces se estrelló contra el suelo. Su cuerpo golpeó las paredes de la cabina, la nave impactó dos veces más hasta quedar enterrada en la tierra.
Nadie sabe cuanto tiempo pasó hasta que Osvaldo volvió a despertar. Un sonido constante, le era familiar. Era lluvia. Estaba lloviendo en la tierra, la nave no volvería a funcionar, pero Osvaldo estaba increíblemente vivo. El interior de la cabina de mando se llenó rápidamente de humo porque la nave se estaba prendiendo fuego. Tuvo que arrastrarse hacia una pared donde se pudo sujetar hasta ponerse de pie, las piernas le dolían mucho y la espalda le dolía mucho más. A cada paso era una agonía, pero aún así logró salir de la nave prendida fuego. Caminando lo mejor que podía se alejó de ella y, mientras tosía, experimentó un ardor en distintas partes de su cuerpo, o en todas al mismo tiempo. Se miró las manos y vio las gotas quemándole las palmas. No se sentía como una lluvia normal porque no lo era, era una lluvia ácida. Y lo estaba quemando. Corrió lo más rápido que pudo. En medio de la desesperación, no llegó a observar demasiado su alrededor, pero había algunas edificaciones, quizás sin terminar o en ruinas. Se quiso meter en una de ellas y, al acercarse, escuchó voces. La voz de una mujer. Encontró lo más parecido a una puerta y golpeó y gritó y volvió a golpear. No paró hasta que le abrieron. Frente a él apareció una figura, una mujer de robustas medidas, un ser humano. Ella se asustó, pero luego lo dejó entrar porque necesitaba ayuda. Osvaldo entró desesperado para luego vomitar y caer desmayado en el suelo de lo que parecía ser una sala común.
Cuando despertó, alguien lo había colocado en una cama. Observó un improvisado techo de madera y la lluvia seguía cayendo afuera. No podía creer que todavía estaba vivo. Sintió unos pesados pasos acercándose, era la mujer. Por un momento llegó a dudar si era real o si la había soñado.
-Gracias por no dejarme afuera- le
dijo mirándola avergonzado, mientras ella entraba a la habitación con un
pequeño niño durmiendo en sus hombros. Ella le hizo una seña de que hablara más
bajo.
Apoyó al niño en otra cama más pequeña y luego se dirigió nuevamente a Osvaldo.
-¿Qué hacías afuera en un día de
lluvia?- le susurró.
-No me vas a creer.
-Decime la verdad, no creo que seas
un ladrón porque te desmayaste y vomitaste en el comedor.
-Sí, perdón por eso. No puedo creer
que hablemos el mismo idioma y…
-¿Qué?
-Es que, vengo del otro planeta.
-Ah, bueno. Eso explica la ropa-
dijo ella. La mujer era gorda y llevaba un vestido largo que parecía tejido a
mano, Osvaldo pensó que le hacía acordar a su madre, a pesar de que seguramente
era más joven que él. El llevaba puesto un traje espacial que había encontrado
en la nave.
-Allá pensamos que no había gente
viviendo acá. Pensamos que no había más vida en este lugar.
-Somos pocos, pero acá estamos.
-Pero cómo…
-Es una larga historia, pero si vas
a volver a allá prefiero que no la sepas.
-¿Por qué?
-Ahora deberías descansar, mañana cuando pare la lluvia te vas de mi casa.
Osvaldo quería decir algo pero no pudo hacerlo, se limitó a ver cómo ella se recostaba con su hijo en la otra cama. La casa era de una fabricación precaria, tenía luz eléctrica, los cables pasaban de un lado a otro entre las habitaciones. Parecía peligroso, más teniendo en cuenta que afuera llovía ácido. Pero aparentemente no había filtraciones. Tenía miedo y millones de preguntas, pero también tenía sueño, así que finalmente se durmió. En un lugar muy distinto de aquél donde había dormido la noche anterior.
Al día siguiente la lluvia no paró. Osvaldo se despertó a la mañana y la mujer estaba entrando a la habitación con una olla tapada con lo que parecía ser un trapo. Su hijo estaba pálido, transpiraba y sus ojos se veían muy cansados. Tenía fiebre. Osvaldo se puso de pie y se acercó a su traje espacial, metió la mano en un bolsillo interno y sacó unas píldoras.
-Si le das esto va a estar bien en menos de una hora.
La mujer lo miró con desconfianza. Luego se volvió hacia el niño que miraba con curiosidad y quería preguntar quién era ese hombre, pero no lo hizo. Osvaldo insistió dos veces más hasta convencer a la mujer que lo observaba desde la cama, sus brazos eran anchos y sus carnes se ensanchaban en los bordes de su largo vestido. Tenía el pelo por los hombros y sus ojos denotaban una humildad que hacía tiempo Osvaldo no veía en nadie. La mujer le pasó la pastilla al niño que la tragó rápidamente sin pensarlo. Al cabo de unos 10 minutos su rostro volvió a ser el de un niño sano. Se levantó de la cama y corrió hasta la cocina. Al volver pegó un salto y aterrizó en su cama. La mujer estaba impresionada.
-Gracias señor- dijo el pequeño sin
que nadie se lo ordenara. Este gesto conmovió a Osvaldo.
-De nada señorito. ¿Cómo se llama
usted?
-Me llamo Manuel.- Contestó el niño
gritando.
-Y usted ¿Cómo se llama?- preguntó
ahora dirigiéndose a la madre del niño.
-Sandra ¿Y vos?
-Osvaldo.
La lluvia no cesaba y la mujer, en un gesto de agradecimiento, decidió permitir que Osvaldo se quedara a almorzar. A la noche, la lluvia paró, pero él seguía ahí. La mujer le contó algunas cosas sobre el planeta, le dijo que algunos humanos habían sobrevivido a la guerra, ocultos. La población era escasa y la expectativa de vida no superaba los 60 años. Cuando ella hablaba de la Tierra, Osvaldo la escuchaba fascinado, pensó que en la agencia lo sabían pero por algún motivo no lo revelaban. Ella sabía que, a veces, personas del nuevo planeta viajaban a la Tierra, pero ahí no los querían. Al parecer no eran muy amables con ellos. En los momentos en que Osvaldo hablaba del nuevo planeta no lograba sonar tan interesante como cuando hablaba Sandra. Ella tenía algo especial en su forma de decir las cosas. El niño se llevaba muy bien con él, le enseñó un extraño juego de cartas que Osvaldo nunca había jugado y lo obligó a dibujarle un perro. Cenaron y luego, Osvaldo y Sandra, salieron a observar el cielo.
-¿Y el papá de Manuel?
-Murió.
-Lo siento.
-Está bien, parece que le caíste
bien a mi hijo.
-Parece, en realidad él es muy
bueno.
-¿A qué viniste?
-Vine a explorar… Me envió la
agencia.
-Ah.
-Muchas gracias por esto, de verdad
aprecio tu hospitalidad.
-Te lo debía por ayudar a mi hijo, pero no te acostumbres- al decir esto la mujer lo invitó a entrar.
El niño estaba dormido en su cama. Sandra llevó a Osvaldo hasta la habitación y se acostaron juntos. Tuvieron sexo mientras el niño dormía a menos de 2 metros de distancia y en la misma habitación. Al terminar, la mujer se sentó y le dio la espalda, parecía triste. El la observó, tenía un lunar en el cuello y una verruga en la espalda. Se acostaron de espaldas y, antes de dormirse, Sandra preguntó:
-¿Tenés que volver no?
-Sí.
Sandra se quedó un rato en silencio,
afuera la noche se hacía fría y el cielo casi invisible.
-Mañana quiero que te vayas.
-Esta bien.
Durmió muy poco esa noche, quizás sólo un par de horas. Se levantó y la vio dormir, tenía la boca abierta. Miró al niño y luego se alejó silenciosamente para no despertarlos. Usó el baño y cuando salió se dirigió hacia la puerta, antes de irse escuchó a Sandra, parecía que estaba llorando. En algunas calles se veían autos que no funcionaban, los carteles de publicidad eran ilegibles y el cielo era de un color celeste mezclado con un poco de verde. El sol besaba los escombros como anhelando poder hacer algo por ellos. Quizá en algún rincón del planeta, sus rayos iluminaban la sonrisa de un niño feliz. Osvaldo no se sentía feliz, tenía un sentimiento extraño dentro suyo. Llegó hasta la nave y la examinó durante un largo rato. Descubrió una manera de repararla y deliberó que iba a volver a su planeta, tenía una información importante que compartir.
Mientras ajustaba los tornillos en
el teclado de un control de mando sucio y gastado, se imaginó a las personas
del nuevo planeta colonizando la Tierra. Pensó en cómo serían las cosas, cómo
vivirían y que impacto tendría eso en la economía, o la religión, o la sociedad
en sí. Luego pensó en cómo era su vida, su niñez, su presente, su porvenir.
Todo era un sinfín de vaivenes en su cabeza, los recuerdos iban y
venían, experimentaba algo nuevo pero con ese extraño sabor de la nostalgia.
Llegó a la casa de la que había
salido esa misma mañana. Todo estaba igual, como lo había dejado horas atrás.
Tocó la puerta y Sandra salió a su encuentro. Se miraron y no se dijeron nada.
Él imaginó el impulso de abalanzarse sobre ella y besarla. Luego el impulso se
hizo real. Al observarla de nuevo descubrió que era la mujer más hermosa que
jamás había visto en toda su vida.
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