A cierta hora en que la noche se hace día
Entonces
el sonido de un avión. Primero levantarse con la luz del cielo en la cara,
después el sonido de un avión -como si toda nuestra vida fuera a significarse
con la presencia de los aviones a partir de ese momento-, paseaba en el cielo
lentamente. Llevando o trayendo gente. Muy lejos de mi nerviosismo matutino por
haber despertado dos horas tarde de lo pactado por la rutina. Igualmente no
creo que fuera la primera vez que llegaba tarde al trabajo esa semana. Pero
ésta vez era diferente, no era la misma persona que el día anterior, algo tenía
otro gusto en el aire. Sí, el mundo estaba ahí como siempre, pero con otro
sabor, con otra perspectiva. Con la sensación de que habían cambiado todas las
perspectivas del universo. ¿Por qué repito tantas palabras?, ¿Por qué estoy
llegando tarde al trabajo? Anoche salí, claro. Salí con alguien, -Se aleja el
avión, el sonido ya no se escucha.-
Se
impacientaba, habían pasado dos horas del horario pactado y se
encontraba listo, bañado y vestido con la ropa que había pensado ponerse ya la
noche anterior; cabía la posibilidad de que ella vuelva a cancelar la salida,
porque ya lo había hecho el día anterior (con un buen motivo ligado a los
calendarios), pero ésta sería la tercera y la primera había sido su culpa. No
revisó a tiempo la red social donde ella sí le había respondido en buena
hora. Y después él decidió que era el momento adecuado para pedirle su número y
al parecer ella también pensó que era adecuado liquidar esa etapa y así decirle:
se te acabaron las excusas.
-Oficialmente
me quedé sin excusas.
-Algún
día se te iban a terminar.
-Vos sos
la reina de las excusas, no era mi intención destronarte.
-Pero lo
hiciste, tome su corona.
-Abran
paso a la nueva reina…
Y así
palabras más, palabras menos se iban a dormir sin tener idea de nada. Cada uno
en su dormitorio, sumergido en su soledad e ignorando la cercanía de tres
cuadras y media que distanciaba un cuerpo del otro. Trescientos cincuenta
metros los separaban de dormir juntos. Cercanía y lejanía. Un mensaje en el celular, así empezó todo
siempre. Esta vez dice que ya está lista y le pregunta dónde está él. Él no
sabe decirle que hace poco más de dos horas que ya está listo así que inventa
algo y sale a su encuentro. Paradójicamente ella llega primero a la puerta
roja del bar y allí él aparecerá entre la gente (la misma gente entre la
que ella desaparecería dos meses después) y sentirá un extraño alivio de darse
cuenta que está nerviosa. Lo nota en su mirada, ella tiene el barbijo puesto,
entonces él decide hacer lo propio y ponerse el suyo. Suben juntos las
escaleras y es la primera de tantas acciones a realizar con la presencia de la
palabra juntos. El titubeo y la duda lo caracterizan así que lógicamente
no fue rápida la elección de una mesa para sentarse juntos. Y entonces
se acomodan por fin, y es cuando se sacan los barbijos. No. Es en el preciso
instante en que ella, con aires protocolares, le pide sus manos para ponerle
sanitizante que él se queda por primera vez sin excusas realmente y se
entrega a observarla. Por miedo o respeto no lo había hecho antes, al menos no
de esta forma tan despreocupada. Enseguida se corrige y mira hacia las
pantallas, pero no las ve, sólo puede pensar en sus labios y sentirse
intimidado porque ella existe, ya no es una foto. Ya no es un perfil.
Él teme
porque la vida le enseñó a hacerlo así, pero también le enseñó a cerrar los
ojos y correr hacia adelante. Ofrece una sonrisa de dientes torcidos y durante
toda su vida eso fue todo lo que ofreció al ojo mundano que así lo quiso, pero
ella tiene tanto. Suena casi como un lamento vulgar el de no haber estudiado o
no haber aprendido cosas que hoy podría enseñarle, que hoy podrían sorprenderla
o intentar vagamente hacer que quiera quedarse, no hacerla quedarse, sino
hacer que quiera quedarse, aún existiendo paralelamente tantas opciones.
Con el fluir de la conversación, ella aprovecha espacios para observarlo y analizarlo,
él lo mismo hace pero ninguno de los dos se permite el cruce de miradas. Es
demasiado pronto. Sería demasiada intensidad precoz. Él sigue sin saber qué
decir para convencerla y opta por aprender de ella, descubrirla. Le pide que le
traduzca una canción que esta sonando en el bar y ella, con sus aires de profesora
de inglés juega su juego, aunque signifique trabajar gratis. Se permiten
dejarse llevar, aceptan la propuesta del otro que siempre nace de un deseo
sincero. De quedarse. El alcohol es celebración y, en el momento en que él se
levanta para ir al baño y le pide a ella que le cuide su billetera, entienden una
porción de lo que sucede. Entre la gente, la rutina, la noche, los amigos, los
países, los aviones, los triunfos y los fracasos, la vida y el tiempo… entre
tanto lograron encontrarse. Se lava la cara, se mira al espejo y… -¿por qué
no celebrarlo?.
-¿Te
gustaría que la sigamos en otro bar?
-Sí,
dale.
-¿Pedimos
la cuenta?
Ella ofrece
ir a medias pero él insiste en invitarla y cuando piden la cuenta lo desorienta
verla leyendo el ticket.
-Te
están cobrando un fernet de más.
-¿Estás segura?
Y es la
primera de tantas veces que va a cuidarlo. Y no es cualquier cosa, es otro
cantar. Sin darse cuenta, ahora es él quien quiere quedarse.
La noche
avanzaba regida por la espontaneidad de dos niños. Y hoy en día mientras
escribe, él la recuerda esa noche cantando bajito en el living de su casa. Y
vuelve a sentarse a su lado, vuelve a quedarse en silencio para escuchar esa voz
y se siente feliz de haber apreciado ese minuto que hoy le permite recordarla
con alegría, como un chico de la calle que pasea accidentalmente por la puerta
de una escuela de música y escucha sonar por primera vez las notas correctas,
un par de hermosas notas correctas y en perfecta armonía. Todo donde tiene que
estar. También se acuerda del segundo bar al que entraron; verla acariciar el
sorbete con la comisura de sus labios, riendo de algún comentario desafortunado
salido de él. Después caminar de su brazo y olvidar por un rato lo que era
caminar sólo. La dificultad en el habla, hija de los litros de alcohol y el
caminar ayudándose; San Telmo y el empedrado y la noche. Sin nubes y con
estrellas. Ella, su remera floreada y su pantalón negro, él se hace adicto a su
risa posada debajo de su pelo largo que quiere acariciar pero no se atreve. Tan
sólo se atreve a querer quitarle de un torpe y lento arrebato la gomita para el
pelo que ella usa en su muñeca. Y la foto. Todo vuelve a ser una foto. Entonces
la noche es una foto. Es una cerveza, un fernet, una bebida dulce de dudosa
procedencia, una botella de agua y las 4 de la mañana. El tiempo dormido
esperando a su lado, mientras ella piensa que es un chiste y él piensa que su
nariz es perfecta.
Esa
noche no es tiempo. Es tantas cosas pero no es tiempo. Es caminar al lado tuyo
y que me agarres del brazo y desear que no se termine. Es estremecerme al
coincidir las miradas cansadas. Cansadas pero con ganas de bailar, de jugar, de
seguir sonriendo, como de vivir, como si de amar se tratase. Es que todo el
camino previo se signifique en un instante. Es escuchar el sonido de tu sonrisa
armonizando el mundo que nos rodea, ¿qué mundo nos rodeaba?, ya no me acuerdo.
Te recuerdo a vos delante de un fondo negro confuso y pareces una pintura y si
desaparecieras yo volvería a pintarte, y quiero inmortalizarte y escribirte todas
las canciones del mundo. Tu mundo, el que trajiste hacia mí. También la noche
es el miedo, el no besarte por temor al rechazo, el hecho fortuito de notarte
nerviosa a vos también, el esperarte dos horas, el llegar a mi casa y comer
hamburguesas atacados por la perra y el gato. El todo y la nada. Hacerlo todo y
no hacer nada, compartirnos y empezar a desear el bien de uno pero nacido
primero del bien del otro…
Esquina de
Chacabuco y Chile a cierta hora en que la noche ya se hizo día, un tiempo después.
-¿Te
puedo dar un abrazo?
-¿En
serio?. ¿Esto también me lo vas a preguntar?. Tenés que dejar de ser tan cagón.
Bueno tal
vez esto no pasó así. Pero él la abraza y ahora a ella le gusta. Como un poco
le gustó también que le haya preguntado antes de darle el primer beso la noche
de las hamburguesas, porque nunca antes le había sucedido tal estupidez. Le
hace gracia, y a veces la gracia nos hace un mundo menos hostil. Hace un poco
de frío ya y ella todavía no le permite acompañarla hasta la puerta de su casa,
por eso él la ve alejarse. Es un alejarse lento, como quien
quiere quedarse. Pero él espera, quiere verla un minuto más aunque sea
alejándose (y los aviones) y todavía la ve. Y la sigue viendo ahora una y otra
vez alejarse. La ve caminando hermosa, sincera y risueña como la conoce. La
sigue viendo y en ese momento mientras la escribe, mientras la inventa… no,
mientras la recrea porque tal vez existe. En ese preciso momento él todavía la ve alejarse. Ella se aleja muy
lentamente, como quien quiere quedarse.
PD: él también quería quedarse.
A.R.
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