El centinela
Cuando pasé por al lado del dique y no sentí las gotitas de humedad en el aire fue que empecé a sospechar. La bici iba derecho, se sentía como si estuviese volando, nunca antes había sido tan cómoda. Yo pedaleaba y no me cansaba, las personas ni me miraban. Eso nunca me importó. El cielo y sus nubes hacían un dibujo tan perfecto que no tenía gracia. Era un día más y yo era una más entre la gente. Los autos limpios, las personas amables, los chicos jugando. Un joven se detuvo para ayudar a una señora ciega a cruzar una calle aledaña a la costanera. Pude atestiguar el hecho en una distracción mientras manejaba. Fue un lapso de 5 segundos más o menos y ningún auto se me cruzó. Podría haber sido atropellada y habría sido mi culpa por mirar hacia cualquier lado mientras andaba en bicicleta. Pero no ocurrió. Todo era muy evidente.
Esa tarde recorrí varios kilómetros pedaleando. Jamás me sentí cansada. Cuando salí de casa me detuve en el semáforo. Pasó la vieja esa que siempre jode a mi mamá y me dijo “que tengas un buen día hermosa.” ¿En serio? Pensé. A cada paso que daba todo se sentía cada vez más forzado. Tuve sed y busqué mi botella en la mochila. La encontré y la coloqué lejos de mi boca. Presioné el plástico para que el agua saliera disparada y odié la forma en que cayó directo a mi boca, sin salpicar mi remera ni ningún lugar indeseado.
Caminé con la bici a cuestas, una mujer pasó a mi lado con una nena. La pequeña era muy linda, tenía ojos azules, la piel blanca y unos hermosos rizos dorados. Cuando me vió me sonrió y levantó su mano diminuta para saludarme en un lindo gesto cargado de ternura. Ni me inmuté. Me pareció de mal gusto.
Ignoré el billete de 100 pesos que alguien dejó en el piso cuando pasé al lado del quiosco ¿En serio voy a creer eso? El día sólo empeoraba. Dejé caer mi celular a propósito cuando caminé por una calle concurrida del centro. Enseguida un hombre me llamó para advertirme. Lo ignoré y seguí adelante, pero no lo logré. Cuando estaba por subirme a la bici, el tipo me alcanzó y me dijo -che piba, se te cayó el celular-. Lo miré y le dije idiota. Guardé mi celular y me alejé pedaleando mientras el idiota me miraba el culo. Todo era tan obvio y tan aburrido ya. Nada podía sorprenderme, me sentía atrapada en una simulación sin ideas. Todas las posibilidades habían sido agotadas. Nada nuevo, todo repetido.
¿Qué podía hacer para salir de ahí? ¿Cómo romper los paradigmas y salirme de esa vil programación? Odiaba la forma en que salía el sol y luego cobardemente se escondía para dar paso a la luna. Odiaba el pasto, las estrellas, el frío, el calor, las nubes, los días grises, las cosas que decía la gente, la gente, mi familia, mis novios. Todo. Nada escapaba a lo tedioso y ordinario. Todo tan mundano y banal. Hacía años que no conectaba con nada. Obviamente ya nada era real. En algún momento de mi vida me desmayé y no volví a despertar. Aún estoy soñando. O quizás me secuestró el gobierno y me conectó a una máquina que simula esta realidad. Como sea, el mundo ya no era como antes. En algún punto todo dejó de tener sentido.
Mi furia y yo pedaleamos sin parar alejándonos un par de kilómetros de la ciudad, luego seguí subiendo y abandoné la bicicleta, no me importó dónde. Las personas me miraban, todos bajaban y yo subía. El cielo empezó a ennegrecerse de un segundo al otro. Que conveniente, pensé. La gente iba para su casa, algunos me advertían que se venía una tormenta. Yo los insultaba. Seguí subiendo la cuesta y ahora sí comencé a sentirme cansada. Si claro, dije.
Cuando por fin logré llegar a lo alto del mirador, observé la ciudad. Se veía tan patética, todo en armonía y una perfecta simetría. Sentí ganas de cagarme en toda esa gente, en sus casas, en su historia, sus pensamientos, sus impulsos, las cosas que aman y las cosas que odian. Empecé a gritar que quería escapar. Que todo era un engaño, que ese mundo era falso. Le pedí al cielo algo real en mi vida. Me contestó con lluvia. Unos relámpagos se hicieron notar en medio de la nada en el firmamento y cayeron las primeras gotas. Me pareció tan ensayado y sobreactuado. Tristemente observé toda esa falsa vista de la ciudad. Era hermosa sí, pero carecía de autenticidad para mí. Comencé a bajar del cerro.
Mientras lo hacía me pellizqué para ver si despertaba de un sueño. Que ilusa, como si fuera a despertarme con eso. Volví a encontrar mi bicicleta y me deslicé cuesta abajo a toda velocidad. Caí de la bici cuando choqué contra un enorme árbol. Creo que inconscientemente lo hice a propósito. Me desmayé durante unos minutos. Al despertar ocurrió algo raro, en el momento pensé que era algún tipo de error en la simulación. Levanté mi cabeza y, frente a mí, vi el cerro. El centinela. Me puse de pie sintiendo un leve adormecimiento en la rodilla. Quise gritar pero me quedé callada. La roca gigante que se posaba en lo alto del cerro parecía moverse. El viento la hacía oscilar de un lado a otro. Pensé que si se me caía encima podría matarme.
La tormenta estaba en su punto máximo y yo estaba deseosa de morir golpeada por esa enorme piedra. Sería una muerte épica y nadie podría pensar que me suicidé. Era la coartada perfecta. Mi remera mojada estaba pegada a mi piel, la tela amarilla se volvía transparente y se me notaban los pezones. Los shorts estaban empapados y sucios por la caída. Me rasqué la pierna y noté que tenía marcas de tierra por todos lados. Me sentí aliviada estando sucia. Escuché que mi celular sonaba dentro de mi mochila. No le presté atención. La piedra moviéndose era como una película imponente, una escena impactante. Me hipnotizaba su ir y venir. Casi podía verla cayendo hacia mí, haciéndome pedazos con su violento golpe a máxima velocidad.
Un refucilo marcó el inicio del momento decisivo. La roca dejó atrás las dudas y por fin cayó de la superficie que ocupaba en las alturas. El primer impacto se escuchó tan fuerte como la caída de un Dios. Siguió cayendo y yo extendí mis brazos, colocándome en el camino que parecía trazar su recorrido previsto. Rebotó por segunda vez en la pendiente, provocando un temblor que parecía llegar hasta la ciudad. Calculé que el cuarto rebote sería sobre mi cuerpo, totalmente indefenso.
Sonó el tercer golpe y la piedra cada vez tomaba mas velocidad, no había chance alguna de sobrevivir al impacto. Vi la imagen de mí misma perdiendo un brazo, la piedra arrancándome la cabeza, terminando con mi vida tan insignificante y por fin despertando en algo real. Entonces fijé mis ojos en ella y parecía desearme. Nos miramos un segundo antes de consumar el hecho. Entonces sucedió.
Al día siguiente las noticias no hablaban de otra cosa. La primicia era la caída del Centinela, una tormenta arrasó con la ciudad de Tandil e hizo caer la roca del cerro cuesta abajo por la ciudad. Afortunadamente no hubo heridos y sólo fue un susto para la ciudad, aunque se lamentará la pérdida de ese atractivo turístico que adornaba un bello paisaje en el cerro.
Todavía no puedo entender por qué la esquivé en el ultimo segundo. Morir atropellada por esa piedra era lo que más quería en ese momento. Fue un movimiento involuntario, jamás me entenderé a mí misma. Tal vez fue un instinto de supervivencia que tenemos todos los seres humanos. Algo involuntario. O quizás yo también soy parte de la simulación. Un desenlace decepcionante que jamás voy a superar.
Luego de eso mi mamá se alegró de verme llegar a casa. Llegué sucia y con un dolor en la rodilla. Podría haber muerto, podría haber salido mi cara en las noticias. Mi madre llorando en algún canal, hablando sobre lo buena que yo era. Pero al parecer, ese no era el plan divino. Las voces en mi cabeza me decían muchas cosas, pero empecé a callarlas.
Ya no me interesa si esto es falso o si soy
parte de la mentira. Esa noche algo cambió en mí. No lo sé.
Tal vez yo misma me inventé la idea
de que todo era una simulación porque es lo que deseaba en el fondo. Quizás
todo sea real y tenga que aprender a vivir con eso aunque no me guste.
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