Advenimiento de días felices
Pocas cosas me fascinan
tanto como las comparaciones. Siempre fue así. A lo largo de mi vida he gozado
del placer de comparar de todo: autos, herramientas, artistas, deportistas,
ropa, comida, cerveza y hasta hice posible el cotejo entre mis propias
comparaciones. Tal vez tengo una obsesión por la competencia en sí. Todo lo veo
capaz de equipararse con algo a simple vista semejante. A cada cosa, situación
o ser viviente, soy capaz de encontrarle un rival. Varias veces ocasioné
diferencias entre vecinos por el afán de colacionar; entendí con el tiempo que algunas
formas de manipular a la gente pueden servir como disparador de ciertos pleitos
que acaban por desviarme de la competencia inicial (la que de verdad me
importa), y entonces caigo en la peor situación que se puede caer siendo un
adicto al confrontamiento: quedarme sin atestiguar esa hermosa situación de puja,
de pregunta y respuesta que al final es reemplazada por una despreciable pelea
de conventillo. Una disputa banal que muy poco tiene que ver con ese folclore,
esa inigualable magia que le encuentro a cada parangón que he tenido el placer
de atestiguar. La inevitable vendimia de la que cosecho mis más enormes
placeres. Otras veces me ignoran, y algunos hasta ni siquiera perciben mis
palabras.
Siempre igual. Desde niño yo equiparaba todo
lo equiparable a mi alrededor. Lo que más recuerdo es la constancia de comparar
a mis padres con mi perro. A los humanos con los animales. Un clásico para mí. Cuando mi perro (Deny) se enojaba no mordía,
simplemente ladraba o gruñía. Mis padres también. Se ladraban y se gruñían
constantemente; quizás lo interesante es que a pesar de su condición de seres
pensantes, había visto más veces enojados a mis padres que a Deny. O quizá los
enojos de Deny no eran tan notorios para mí, ya que al terminar de pelearse, mis
padres, se refugiaban en mí. El perro se enfurecía de tal manera que sus ojos
parecían trabajar con mayor precisión, como si pudieran penetrar el fondo de mi
ser. En cambio, los humanos no veían nada. Al llenarse de ira, también se
inundaban de una ceguera auténtica. Sus pupilas se achicaban y parecían estar
viendo la nada misma. Totalmente ausentes entre la furia y contagiando esa
confusión por voluntad propia.
Ví a mi perro amándome tantas
veces que sería impensado el conteo. Sin embargo, me era prohibido ver a
mis padres amarse, cuando se besaban estaba mal que los observase. Entonces yo
dejaba de existir involuntariamente. En ese tiempo en mi país no era correcto
enseñar a los niños el amor. De hecho el himno nacional estaba constituido por
algunas estrofas bastante violentas. Yo le preguntaba a mi padre -¿por qué esta
bien matar por la patria?-. Si algún día llegase a matar a alguien preferiría
hacerlo por gusto y no por la patria.
Patria, ideales, muerte, conceptos
incapaces de entrar en la mente de alguien como Deny. Tal vez en esa ignorancia
yace la semilla de su inocencia. Yo y mi perro seguimos juntos a pesar del
tiempo, a nuestros padres los separaron y ya no los dejan vernos. Y si volvemos
a las comparaciones, siempre sospeché que ellos eran muy distintos a nosotros.
Pero aún así los extraño. Por eso algunas veces volvemos a buscarlos,
destrabamos las cerraduras, atravesamos los pasillos, eludimos la seguridad y
llegamos a ellos. Podría jurar que mi madre todavía sonríe al verme venir.
Siente esa emoción previa a los días felices. Pero enseguida nos alejan
aquellas mismas personas que nos ignoran. Una vez me enojé tanto que desgarré
la bata de uno de ellos; otras veces enloquezco y lanzo objetos de un lado a
otro para llamar la atención, pero enseguida me calmo. Y así es que pasan los
días a través de las estaciones y sus climas y sus navidades y fines de año,
mientras yo lo comparo todo. Deny siempre me ayuda a seguir adelante cuando lo
veo. Su amor es inagotable. No sé qué haría sin él.
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