El hermoso color o el espejo que te vendieron
Un día paseaste dentro tuyo y descubriste un color, un hermoso color. Lo viste en el cielo, en las hojas, en el césped y en el agua. Nunca desentonaba, podía posarse donde se te ocurra, siempre caía bien. Una noche de esas que nos traen los sueños, caminaste por una pradera. Todo era blanco y negro. El silencio se hacía con toda la escena y vos… Vos caminabas. Miraste arriba y había negro. Bajaste la mirada y todo era gris. En el horizonte todo era tan distante y confuso que no llegabas a ver nada con claridad, era una mezcla de negro y luces blancas, el color negro del cielo se mezclaba con el grisáceo tono de los mares. No había pájaros, luciérnagas, ni búhos, ni animales de ningún tipo. Aquella realidad que carece de colores, también carece de vida, pensaste. Pero en medio de la penumbra sonó el rugir de un león.
Su voz curtida te hizo voltear y, como era un sueño, tardaste una eternidad en darte vuelta. Tus movimientos eran torpes y muy anunciados. Casi podías verte despezado por sus colmillos. Al concebir la imagen el león saltaba majestuosamente como de una pantalla de cine. Miraba hacia un lugar lejano, como si no notara tu presencia allí. Su pelo llevaba esa tonalidad que descubriste dentro tuyo y rompía el gris de la escena en un contraste erróneo e increíble. Despertaste y analizaste la enorme mancha de humedad en el techo de la casa. Desde cierto ángulo parecía un león en el apogeo del salto.
Pronto empezaste a ver ese color en todos lados a donde ibas, en la escuela, en el trabajo, en la calle, en el agua, en el piso y hasta en la cara de los demás. Te encantaba, no te cansaba jamás.
Estabas tan entusiasmado que no veías la hora de enseñárselo a alguien. Pronto llegó el momento y esa persona especial acudió a tu encuentro. Antes de venir le dijiste que tenías algo muy especial para compartir con ella y pareció no entender, su voz sonaba confusa. Al ingresar al zaguán se sacó los zapatos y enseguida le ofreciste una bebida caliente. Mientas desayunaban juntos le revelaste esa oportuna existencia, pero a esta persona no le gustó tu color, no entendió cómo pudiste sentirte atraído por algo así. Te habías maravillado sinceramente con la belleza de esa coloración y al exponer tu pensamiento y padecer el rechazo ajeno te sentiste ultrajado, humillado y desechado.
Decidiste que no era bueno y que ibas a ocultarlo para siempre, jamás volvería a ser revelado ante nadie otra vez. Fue un error y nada más.
Seguiste con tu vida, hiciste muchas cosas, conociste gente, les contaste de vos, de tus cualidades (las que querías mostrar), pero a veces el color intentaba salir de vos, mostrarse, ya que para eso existe, quiere ser arte y ser apreciado; en un papel, en el aire, en el cielo, en la música, en los ojos, en la piel, en una pared o en un paisaje. No lo dejaste ser, lo escondiste de una manera audaz. Lo llevabas dentro y aún así elegiste ocultarlo, engañando a todos a tu alrededor ante la ingenuidad de sus ojos.
Un día alguien encontró un espejo y todo el mundo lo aclamó, ya que dicho objeto les brindaba la capacidad de 7observarnos tal cual somos, de ver lo más importante para nosotros (lo que ven los demás). Esa persona compartía el valioso espejo todas las mañanas en su casa, el único requisito era pedir un turno con antelación.
Cuando llegaste a la casa del espejo parecía abandonada. Golpeaste pero nadie salió. Volviste a golpear y nada. Cuando estabas por irte resignado alguien deslizó un papel por debajo de la puerta. Miraste con desconfianza a tu alrededor y enseguida levantaste la nota. En ella figuraba un número de teléfono. Al volver notaste que el camino estaba más gris que cualquier otro. Te recordó a un viejo sueño que habías tenido.
Esa noche no dormiste. Decidiste llamar al día siguiente sin saber por qué. Realmente nunca tuviste la certeza absoluta sobre el por qué de todas tus decisiones.
Cuando salió el sol te encontró con la mirada perdida en el teléfono. Pensativo. Por un momento recordaste el color, pero por suerte ya no pensabas tanto en él. Sin perder más tiempo llamaste. Luego de escuchar tres tonos alguien atendió, tenía una voz apagada y malhumorada. Dijo que ya no podía darte un turno porque el espejo estaba en venta. Suplicaste, pero no le importó. Estaba por cortar cuando le hiciste una última pregunta: cuánto.
Ese día llegó, finalmente ibas de camino a la casa del espejo para reclamarlo. Ahora era tu propiedad y, aunque te salió caro, en el fondo sabías que lo valía. Sabías que era una buena inversión. Pensaste en hacer tantas cosas con él, podías salir muy beneficiado si le dabas un buen uso. Cobrarle a la gente por usarlo, o quizás buscar la manera de reproducirlo en masa y hacer tu propia empresa.
El vendedor estaba parado en el porche de la casa, te veía venir desde lejos como aquél que espera el tren un lunes a la mañana. Era un anciano de rasgos tristes y mirada ausente. Daba el aspecto de ser demasiado meticuloso y reflexivo con respecto a todos los asuntos de la vida.
Cuando te paraste frente a él no hubo saludo alguno. Entró a buscar un enorme paquete rectangular y lo acercó a la puerta. Retiró una parte del envoltorio en una de las esquinas superiores y un brillo se hizo notar saliendo de adentro del embalaje. Sonreíste anhelándolo todo, pero enseguida el hombre volvió a empaquetar el objeto por completo.
No te sacó la mirada de encima. Entrecerraba los ojos como aquellos que necesitan lentes y no los tienen. Algo lo inquietaba de tu persona, algo veía y lo intrigaba mucho al parecer. Esperaste en vano una pregunta que nunca llegó. Finalmente pagaste el elevado precio y te marchaste sin mediar palabras con el extraño vendedor silencioso.
Al regresar, el camino gris se veía algo azulado. Te gustó y decidiste volver cantando porque todo estaba saliendo bien. Pronto te pusiste ansioso y echaste a correr por la pradera con el enorme e incómodo paquete rectangular a cuestas. Lo llevaste hasta el living de tu casa, no fue nada fácil subirlo por las escaleras. Empezaste a remover el envoltorio de cartón y cinta. Mientras desarmabas el paquete como los chicos en navidad, viste tus ojos. Tu mirada te cruzó de reojo.
A medida que avanzabas ibas descubriendo partes nuevas de tu anatomía. Rápidamente terminaste de abrir el regalo y colgaste el espejo en una pared que ya habías preparado previamente. Inclinaste el enorme rectángulo, una vez encajado en los clavos, lo desplazaste para que quede fijo contra la pared. Retiraste tus manos y ahí estabas vos.
Ahí estaba lo que los demás ven cuando te ven. Y no te gustó, te horrorizó saber la verdad. Te diste cuenta que ese horrendo color estaba ahí, en tu rostro. Había salido a la luz… ¿Pero cómo? ¿Hacía cuánto que estaba ahí y no lo sabías?
Sentiste odio, furia, se te llenó el alma con el deseo de lastimarlos a todos porque habían visto tu secreto, lo que no querías que ellos vean. Los imaginaste hablando entre ellos de vos, riéndose, observando tu asqueroso color y burlándose de tus desesperados intentos por ocultarlo. Enloqueciste completamente, lanzaste un golpe ciego hacia tu reflejo. Pero tu furia seguía ahí contra los demás.
Entonces saliste a lastimarlos, escondiste el dolor y
mostraste tu odio. Tu alma enardecida te pedía a gritos que mates a alguien. Tu
sed de sangre se hizo tu alma, fuiste feroz, letal, implacable, sacaste a la
luz lo peor de vos y para qué...
Para luego ocultarlo.
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