Racconto

 -Bueno mijo, ahora ya estoy retirao pero tengo muchos recuerdos de aquellos días en que trabajé para la policía bonaerense. Algunos pasan por mi cabeza tan perfecto… como una película, otros por ahí no tanto…
Julio pensó que su abuelo iba a decir algo más, pero el viejo estaba divagando y dejaba otra frase incompleta en el aire. Otra más. Al joven no le importó. Enseguida se levantó de la silla con la convicción de aquellos a los que el mundo les pertenece. El anciano quedaba sólo en la habitación donde ningún rincón era oscuro, todo era tan blanco que le hacía mal a la vista. Extrañaba un poco la oscuridad de los días de juventud. La comodidad de su vida actual prácticamente lo había obligado a deteriorarse y, en algún punto, él aceptaba el trato. Comodidad por decrepitud. Afuera seguía lloviendo y hacía un calor húmedo en la ciudad. Julio y su convicción reaparecieron en la sala; el abuelo no ofreció reacción alguna al verlo venir con el termo y el mate. Respiraba para sus adentros y parecía meditar, ahora recordaba alguna escena aleatoria en la que no vestía uniforme y su cuerpo era otro, sin dudas. Volvía en sí, cansado por el constante viaje, ese intercambio entre las estaciones pasado y presente se daba cada vez más seguido y casual y, como todo viaje, traía consigo una cuota de desgaste y agotamiento. Entonces era inevitable para sí mismo notar lo que el tiempo había hecho con él, con su aspecto. Reposaba en una maltratada silla de madera, los pantalones de jogging con agujeros en las rodillas le quedaban cortos y dejaban entrever unas medias gruesas y oscuras. Su torso embutido en una musculosa blanca cuya tela no ocultaba un canoso bello corporal que parecía querer salirse de aquel fuselaje en dirección hacia todos lados. Era un anciano robusto, su mirada siempre era algo confuso de ver, oculta tras unos anteojos que poco podían hacer por sus pupilas, el hombre estaba casi ciego. Un enorme bigote terminaba de esconder su rostro perdido de otra época, mientras sus manos estrepitosas tanteaban una de las patas de su silla de un lado a otro, notando las imperfecciones del mueble, encontrando en él, finalmente, al más impensado de todos los cómplices. El agua caliente dibujaba una cortina humeante al caer del termo hacia el mate, quemando la yerba con el descaro perteneciente a los jóvenes e inmorales, principiantes cebadores de mate. Esto le provocaba al abuelo una mueca imposible,  como si el hipotálamo hubiese olvidado aquella fórmula que hacía factible la consternación en el rostro del viejo. Y es que el olvido prevalecía en todo a su alrededor, un olvido austero pero asfixiante, indoloro pero tan insistente como la muerte y su inevitable fascinación por la vida.
Y como un rayo apareció, ante la mirada vidriosa del anciano, una lucidez que tenía que sacarse de adentro. Julio acababa de decir algo, una palabra que pasó desapercibida pero activó un extraño mecanismo en el sistema nervioso casi caducado de su abuelo. Por primera vez en años se sintió impredecible, no sabía si podría acabar la historia completa, pero tenía que intentarlo. 
-Julito,- su voz llenaba el aire de catarro – te voy a contar algo. 
El joven observaba y escuchaba, sabía que a veces el viejo inventaba cosas y, otras veces, confundía la realidad con películas o con algún cuento picaresco de por ahí. Pero al notar la claridad de los hechos al iniciar el relato decidió que -quizá- esta vez valía la pena tomarlo en serio. 
-Éste hombre -comenzó- creo que se apellidaba Coria. Un sinvergüenza, nadie quería trabajar con él. Lógicamente como yo era nuevo en la fuerza, me mandaron a mí. El tipo fumaba que parecía una chimenea, un asqueroso. Era lungo y una cara e milico que ni te imaginá. 
Coria ponderaba lo que se suponía que era su nuevo compañero. Un delgado muchacho con cara de nada pero ansioso por aprender el oficio. Sin inmutarse le encomendó la tarea de ir a comprarle café y medialunas -te espero en el auto- le dijo. Todo lo que decía sonaba como una orden, era un hombre seguro con un semblante firme que incitaba al respeto. Manejaba esa tranquilidad para desenvolverse que sólo puede venir de los años y años transcurridos en el mismo oficio. Pasaron las horas y los días. La rutina no era ni un poco interesante, Coria no le estaba enseñando nada a su compañero, tal vez no era un buen maestro o (lo más probable) Coria no sabía hacer nada en realidad. Sólo disimulaba su poco conocimiento y aportes a cualquier causa, escondido tras esa imagen de hombre rudo y firme y seguro y tan pusilánime. Empezaba a ser algo tedioso patrullar con él y no hacer nada útil, los minutos corrían mas lento a su lado, pero el trabajo daba esa tranquilidad que todo padre de familia necesita. Lo que hoy es un anciano robusto con un escandaloso bigote, en ese momento era un joven padre primerizo, lleno de futuro, deudas y aspiraciones. Sobre todo deudas. 
-A lo pocos días que empezamo’ a prestar servicio juntos, fue que escuché lo rumores- decía el abuelo entre mate y chaparrones que ahora se dibujaban en la ventana como automáticas piezas de arte. Los chismes decían que Coria frecuentaba una zona de prostitutas durante los recorridos. Siempre acordaba el encuentro con la misma mujer. Una niña de 15 años que, al parecer, lo volvía loco. La naturalidad relajada con que los hombres contaban esto hacía a uno pensar que eran inventos de gente aburrida. Nadie tomaba en serio la cuestión. Pero un día ocurrió, Coria avisó a su compañero que necesitaba ocuparse de un asunto y le pidió que lo esperase en una cafetería. Que enseguida regresaba. El joven no podía con su genio, leía el menú sentado en el banco de la confitería. No retenía las palabras, no reconocía los rostros de nadie a su alrededor. No podía dejar de pensar en Coria y su desagradable figura encima de una pobre inocente que no tenía la culpa de que el mundo fuera tan patético y miserable. Finalmente se quedó ahí, esperó durante 40 minutos. Coria reapareció con un andar despreocupado y más lento que lo que acostumbraba caminar. Le pareció un ser repugnante, pero también se odiaba a sí mismo, por tener miedo. Por no intervenir. Eso no era todo, la escena se repitió varias veces, durante 3 meses. La misma confitería, los mismos 40 minutos, el andar despreocupado, la sonrisa victoriosa del que sabe que a nadie le importa un carajo nada. No podía aguantarlo más. Pidió dos veces que lo cambien de pareja, pero no pasaba nada. Y mientras tanto, Coria era feliz a su manera. Pero su compañero se consumía de rabia por dentro, ya casi no hablaban entre sí. Todo se limitaba a mandados, órdenes, buenos días y “esperame en la confitería que ahí vengo.”
Esa mañana había algo distinto en cada detalle. Sabía que no podría aguantarlo, ese día no. Necesitaba intervenir de algún modo. Y así ocurrió, como un mal chiste que se repetía a sí mismo: “esperame en la confitería que ahí vengo.” Esperó a que se alejara y se dispuso a seguirlo cautelosamente, era ridículo, un policía escabulléndose tras otro por las calles de tierra de aquellos barrios humildes y peligrosos. Barrios cansados y entregados a la injusticia constante de los días en sociedad. Sociedad enferma, austera y curtida por el daño que a sí misma ha de provocarse. Coria caminaba apurado, no advertía el acecho de su compañero. Avanzaba dos cuadras adentrándose en el barrio y luego doblaba hacia su derecha. El joven lo seguía absurdamente, ya sin tanta cautela. Al final Coria se encontraba frente a un  enrejado con una puerta arrimada y se introducía dentro. Era un pasillo lleno de basura y sin techo, el novato recuperaba el sigilo y se adentraba en esos pasajes para finalmente ver a su compañero hablando con alguien. Una pequeña mujer. Todo era cierto. La conversación era subida de tono, ella vociferaba y le apuntaba al uniformado con un dedo de su mano derecha, mientras que con la izquierda tocaba su enorme panza de embarazada. Parecía amenazarlo. Fue algo fugaz. Todo ocurrió en cuestión de segundos. La mano de Coria desenfundaba el arma de servicio. El sonido del disparo y las aves alejándose por los alrededores y el joven también dejando la escena rápidamente. Sin tiempo de discernir cuestiones ni de mirar hacia atrás. Fue por un pervertido, no esperaba encontrarse con un asesino. Tan poco vale una vida, como aquella adolescente desarmándose en medio de la inmundicia de ese pasillo, que seguirá presente hasta los últimos días conscientes del anciano que ahora tantea la mesa buscando el mate, porque apenas puede con su ceguera, pero aquella escena está tan clara y sigue ocurriendo frente a su alma, una y otra vez. ¿Acaso nunca se lo dijo a nadie? ¿Nadie hizo nada? ¿No se supo la verdad?
Volvió a la confitería y Coria apareció al rato. Con el andar calmado y su sonrisa habitual. Dejó más propina que de costumbre. El viejo casi podía escuchar los gritos de la joven entrando por la ventana, se la imaginaba con su enorme panza y sus pequeñas manos deseosas de manipular la garganta de un Coria cuyo recuerdo apenas prevalece con el paso del tiempo. Atiborrado el cajón de los recuerdos durante años de memoria selectiva. Hoy después de tanto tiempo, la misma memoria entorpece la selección y aparecen aquellas vivencias no gratas y que, al fin y al cabo, uno no elige pensar pero ahí vienen, ahí están. 
La vidriosa mirada del viejo atravesó la sala y encontró a su nieto. Éste se aproximaba con el termo y el mate. Se sentaba y quemaba la yerba con el agua hirviendo, que otra vez descendía en forma de una humeante cortina. El anciano está desorientado, pero a esa edad la desorientación ya es casi un estado habitual. Una especie de inercia sucesiva. Entonces se deja llevar. 
-Julito,- su voz volvía a llenar el aire de catarro – te voy a contar algo. 

El joven hace silencio unos segundos. Pero el viejo esta divagando y vuelve a dejar otra frase incompleta en el aire.


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