LO QUE LE PASA A HORACIO

 

Las estrellas se alejaban, pero dejaban un hermoso recuerdo en el cielo de Buenos Aires. Éste permanecía inmóvil dentro de un cuadro que adornaba la pared en la recepción de un pequeño hotel de Tandil. Eran las 3 am y Horacio sabía que sería una noche larga, como todas las noches de su trabajo, así que admiró el Obelisco por última vez y decidió que iba a comenzar con su primera borrachera del mes. Se sirvió del único vino embotellado que había en la pequeña heladera del buffet (no le gustaban los modernos que venían en polvo), un poco de soda, y el resto del hotel podía derrumbarse para él mientras no lo molestaran. Cuando le informaron que había sido elegido para el trabajo, le pidieron que llene un bolso con las cosas que consideraba necesarias y que no conseguiría en la Tierra. Horacio no lo dudó, llenó el bolso de botellas de vino tinto. Que ironía que en la Tierra ya no se consiga buen vino, pensó mientras revolvía un cajón donde debía estar el destapador naranja con la fecha en el mango. Lógicamente extrañaba estar en casa, pero llevaba tiempo asimilando el paradigma de que se sentiría extranjero donde quiera que vaya. Por eso aceptó el trabajo.

Poco a poco perdió la fé en el cambio que prometían los gobiernos de turno, dejó de confiarle su pasión a ese equipo de fútbol que tanto lo había decepcionado y ya no sentía las chispas que de joven sabía sentir cuando escuchaba un buen blues o bailaba salsa con Nancy. Lo único que nunca cambiaba para él era el vino. El añejo. Nunca cambiaba el sabor, y a la vez siempre era nuevo. Mientras buscaba el vaso pensó, ¿cómo puede ser que en medio de las actuales problemáticas universales, el ser humano aún se ocupe de conservar el vino?. Evidentemente hay cosas que nunca cambian. Horacio supuso que siempre existirían los vicios y los viciosos.

Al terminar de servirse escuchó el sonido del vaso de vidrio apoyándose sobre una madera cansada. Observó una silla ligeramente torcida en una de las mesas. Dejó de prestarle atención y miró hacia la nada, luego volvió los ojos y no aguantó verla así. Encogió sus labios dentro de su boca y, sosteniendo la mueca, se acercó a la mesa y acomodó la silla. Al sentir el acero oxidado a través de los guantes anti bacterias pensó que el futuro no era como lo soñamos hace cien años atrás. Ni las naves construidas con la tecnología más avanzada podrían llevarme al lugar donde yo quiera quedarme, se dijo. La ironía a la orden del día.

Bebió frente a la ventana y observó que afuera podía hacer frío, pero no el frío piadoso que hacía en casa, sino el frío cruel y asesino de Tandil, ese que congela las almas y te obliga a pensar en otro lugar y en otras personas. Como todo ser humano, Horacio tenía un pasado, ¿qué habría sido del amor de su vida?. ¿Estaría pasando frío o estaría bebiendo vino y pensando en él?. Hacía mucho que no pensaba en ella, porque trataba de no hacerlo. Cada vez que Nancy interrumpía sus pensamientos, él la anulaba con alguna improvisada censura. La tapaba con vino, con fútbol o con lo que sea, todo era útil en ese caso.

Escuchó el sonido de una leve explosión, por su corta duración no alcanzó a deducir si provenía del cielo o de la obra. Si hubiera venido del cielo habría razones para temer, pero él sabía que la guerra estaba a meses de comenzar. Horacio era el encargado de administrar el hotel en el turno noche. El hotel albergaba a los obreros que construían la base militar de la esquina. El planeta Tierra era la sede designada para hacer efectivas las hostilidades entre países. Volvió a pensar en la ironía a la orden del día cuando asumió que la guerra, como los vicios, era algo que nunca iba a dejar de existir mientras exista la humanidad. Comenzó a caminar por los pasillos como un fantasma. Observaba y contaba los números de las habitaciones, se imaginó a los hombres y mujeres que pudieron haber descansado allí antes del caos. Cuando la Tierra era habitable sin necesidad de trajes especiales, guantes, inyecciones y pastillas para protegerse de tanto mal y toxicidad. Observó sus botas grises y notó que hoy las tenía puestas al revés. De por sí eran tan incómodas que ni siquiera había notado lo mal puestas que estaban. Si quisiera cambiárselas iba a tener que tomar una pastilla para tolerar el aire terrestre que entraría en contacto con sus pies al desacoplar sus botas del resto del traje. Prefirió dejarlo todo así. A la mierda, dijo.

Encontró una pequeña foto 4x4 con la cara de una anciana. Tenía el pelo completamente blanco y llovido. Probablemente esa mujer habría vivido hace cientos de años, la foto estaba percudida y muy amarillenta. Imaginó cómo sería su vida si hubiera transcurrido sus años en éste planeta, probablemente sentiría el mismo amor por el vino. Entonces notó que su vaso estéril ya estaba vacío. Su sombra caminaba por los pasillos, caminaba sediento de alcohol. Era la sombra de un hombre perdido en un planeta que no conoce, un hombre que aún si conociera cada rincón del universo seguiría perdido. Un hombre que sólo pasea con sed. Antes de inclinar la botella acarició con el dedo índice la palabra malbec que rezaba la etiqueta amarilla del vino. Entonces golpearon la puerta, eran los empleados de la obra, el gobierno de casa les pagaba el hospedaje en el hotel. Llegaron borrachos y Horacio los saludó amablemente, debían presentarse al trabajo en cuestión de unas horas.

- Horacio no le vaya a decir al capataz, por favor…

-Tranquilo muchacho, no pasa nada- dijo Horacio, lúcido y con la voz calma.

- Además... Yo te llevo ventaja - le dijo al más joven mientras le señalaba el medio vaso de vino. Los muchachos rieron fuerte y se alejaron ayudándose de las paredes y dirigiéndose a sus habitaciones. El más joven llevaba consigo una mirada ignorante, reía como si no supiera que aportaba a una causa tan vil como lo es la guerra en sí.

 Pero Horacio lo apreciaba, le recordaba a él cuando era joven. Era inocente y tenía una sonrisa picaresca, llena de energía y curiosidad. Recordaba la vez en que lo ayudó a cargar las baterías del control remoto, utilizando los cables de uno de los tomacorrientes antiguos del hotel y un pequeño transformador. De lo contrario iba a tener que esperar al día siguiente hasta que se cargaran los paneles solares. Su relevo del turno mañana siempre olvidaba dejar las baterías cargando ya que se la pasaba con su dispositivo móvil. Éste era un joven alto y homosexual que siempre se presentaba con un color de pelo diferente al trabajo. Horacio pensaba que esto era un indicio de severos ataques de ansiedad. Más tarde esa misma noche, Horacio se serviría el último vaso de vino, ya sin soda. En el cielo volvería a sonar el estruendo de una explosión, pero el firmamento esta vez se iluminaría. Él casi no se sorprendió, estaba en otro lado, su mente habitaba otro tiempo. Estaba viviendo un recuerdo que lo hacía sonreír en medio de tanta incertidumbre y soledad. Al volver a la oscuridad y a la silenciosa calma de Tandil, Horacio entendería por qué ya no había vida en esta parte del universo. Y hasta comenzó a creer que la vida en casa también tendría su fecha de caducidad en un futuro no muy lejano.

Tambaleando se acercó al ventanal, fijó su vista en la arquitectura antigua, observó las veredas rotas. Luego de un rato comenzó a mirarse las manos, esas manos viejas y cansadas pero perfectamente funcionales. Con movimientos casi mecánicos empezó a quitarle el seguro a sus guantes de seguridad. Caminó hacia la puerta principal y decidió salir un rato. No le importó saber si recordaba el código de acceso. Tropezó con el escalón de la entrada pero rápidamente recuperó el equilibrio sin derramar una gota de vino. Ahora fijó la vista en las estrellas, quiso observarlas antes de que las luces volvieran a irrumpir en el cielo.

Sin bajar la mirada ni soltar el vaso, deslizó suavemente y dejó caer el guante de su mano derecha. El aire se sentía extrañamente hermoso y lleno de vida. Sintió el verdadero beso del frío, ese derivó en la soledad de volver a pensar en Nancy. Eligió creer que ella lo observaba también, la imaginó triste y borracha. Dejó caer una lágrima que llevaba años guardada en el rincón de sus ojos y sonriendo al cielo pensó en decirle:

Yo te llevo ventaja.

 

 

Me tocó trabajar un año entero lejos de casa y lejos de los míos. A pesar de que fue una grata experiencia, la nostalgia se hacía presente fuertemente como a cada paso que damos. Casi que me hice adicto a esos tramos de campo desde el micro larga distancia, esos campos donde no llega el WiFi, donde imaginé tantas historias que jamás sabré siquiera si fueron posibles. La empresa que me había contratado no era la más honrada de todas, pero nos ofrecía hospedaje en un modesto y pequeño hotel que no estaba tan mal después de todo. Ahí conocí a Horacio (no se llamaba Horacio, no recuerdo su nombre), el tiempo parecía detenerse cuando se paraba frente al ventanal del hall y miraba al cielo. Vaya uno a saber qué añoraba o en qué se perdía su mente ¿qué le pasa a Horacio?. Hoy todavía me lo imagino, con su copa de vino, pensando en el ventanal. Como si fuera parte del decorado en aquel viejo hotel Kaiku. Todo esto salió años después de casualidad, pero me encariñé con el personaje y lo hice encajar como pude en este relato surrealista o distópico. No sé si es bueno pero me gusta la soledad de este hombre y cuando me sirvo una copa de vino, sin querer brindo porque le vaya bien a todos los Horacios del mundo.

 

A.R.

 

 

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