Intermedio

 

-Acá un psicólogo se hace un picnic.

Lunes. Todo empezó como un juego. Los noticieros apenas tocaban el tema y lo referido a ello parecían simples datos de color, algo ajeno que nunca iba a llegar ni remotamente. La casa nunca se vio tan semejante a una cabaña en medio de la nieve, daba la sensación de estar viviendo en otro país. Era un frío arrasador, pero no se sentía. Las ventanas se congelaban, los vidrios llenos de escarcha; no obstante los chicos jugaban descalzos en remeras de manga corta.

En los recuerdos prevalecían días hermosos, soleados y primaverales. Paisajes de pensamiento y amigos felices que ya no estaban, y si estaban ya no eran felices. El padre se llama Luis y debido a estas nuevas revelaciones se vio tentado de recurrir a sus viejas actividades lúdicas. Luis fue músico alguna vez pero ahora, sentado en la silla de la bisabuela Bermuda (que Mercedes reparó muy fácil sin necesidad de ninguna herramienta), ha descubierto dolorosamente que no se sabe ninguna canción. Las ha olvidado todas; bueno ¿qué mejor momento para aprender una nueva? O al menos intentar armonizar un poco el silencio que ya tanto los acompaña durante el día. Los padres llegaron a la conclusión de no tolerar ese silencio para la vida de sus hijos.

Afuera la noche más oscura, adentro Luis y Mercedes. Papá y mamá. El hombre mueve su mano izquierda a través del mango de maple. La guitarra canta para ellos casi siempre la nota correcta; suenan tríadas que facilitan a los dedos intercalar entre acordes menores, hasta que el hombre se atreve a incorporar más notas al lenguaje armónico. -Es extraordinario como disminuyendo una nota podemos cambiar el mundo- dice él, convencido de que nunca volverá a sentir hambre. Ella disfruta la música, pero pronto se aburre y reitera: -esta es una casa de locos.- Luis continúa con su exhibición y cada vez con más técnica y precisión. Es un hombre con rasgos morenos, pero su piel luce un color extrañamente pálido y sus ojos ya nunca se ven cansados. Mientras investiga los secretos que abundan entre cuerdas de nylon (sed), tiene tiempo de observar a su mujer y la encuentra como hace años atrás, así de joven, pero más letal. Canturreando, sus pupilas la siguen a través de las paredes de la casa y se procura intérprete natural de sus labios y es menester su naturaleza. Pero hay algo, todavía hay motivos para la incertidumbre. Cada vez están más cerca.

-Lo primordial es cuidar a los chicos.

Martes. La inevitable luz irradia descarada aquellas telas invisibles, las capas altas de la atmósfera. El intermedio entre la vida y lo desconocido. Luis y Mercedes se sienten como dos infantes, no comprenden cómo dejaron pasar tantas horas. Jugaron toda la noche y ahora en cuestión de minutos va a caer el telón. La noche nos hace a todos apetecibles. El desayuno esta listo y también las dos comidas del día. El microondas funciona perfecto, los chicos van a despertarse con hambre en cualquier momento (y también con sed), así que los adultos desaparecen de la escena diurna y  -vení mi amor, vamos a acostarnos- el cantar de los gorriones seguro lo escucharán desde el más onírico de sus aposentos.

Miércoles. Todo empezó como un juego.

Jueves. Luna perfecta en su cuarto menguante. Luis padece la resignación. Avanza con todo su semblante y su buena educación hacia la puerta principal de la casa. Se dispone a contemplar el cielo nocturno. Su ropa luce impecable a pesar de todo. En las cortinas ya luce adherido un rojizo tinte que se presume reciente. Mercedes lo advierte y se suma a lo propiamente dicho. Cuando se aproxima advierte el recuerdo de aquella histeria que cautivó por completo sus días pasados, no quedan dudas de la sabiduría del tiempo. Desalentada por el mal clima hogareño, decide no descorchar la botella de vino que guardaban para esa ocasión. La de estar solos por fin y presenciando la luna como en sus días de humanidad viviente. Pasa su fino brazo lentamente alrededor del cuello de su marido y éste la observa para sus adentros. -Mercedes, mi amor- piensa él – creo que deberías reevaluar la posibilidad de embriagarnos, en mi opinión es una excelente oportunidad.

En ese momento ella aleja sus manos frías de él y vuelve tras sus pasos a la cocina, donde dejó el postergado Pinot Noir. El llanto y los gritos no son más que una ilusión. Todo es calma y soledad. Dos soledades afrontándose juntas una a la otra. Alguien destapa la botella y sirve dos copas grandes. Los ojos de Mercedes encuentran los suyos. Irrumpe la voz del hombre en medio de un silencio frágil: -Brindemos Mercedes, que ya no hay nada de qué preocuparse.

Afuera ya nadie busca a nadie a la luz del día.

Viernes. Ya no hay nada de qué preocuparse.

 

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