Un gato gris
Solitario felino
¿cómo has dado conmigo?
¿Qué te llevó a caer
en los rincones de mi morada
que humilde se desvela
por el sueño de tu presencia?
La revista me había dado un plazo de 5 días para entregar mi columna, pero no conseguía escribir nada. Mi creatividad se había visto anulada durante ese último mes, tuve varias épocas en las que mi trabajo me resultaba muy fácil dado que me apasiona escribir, pero ese tiempo no fue así. Una noche en mi pequeño departamento de Constitución pensé en renunciar (fue la primera de tantas), mi cerebro parecía haber dado todo de si. Sentí que ya no tenía más nada para decir, ya no tenía historias para contarle a la gente. Mi dignidad pedía a gritos que dé un paso al costado -para alguien que lo merezca- y me deje de jugar al escritor.
Mi conciencia era un tipo gordo fumando un habano cubano y juzgando mi trabajo de la peor forma imaginable, mirándome con maldad. Me lanzaba frases hechas cargadas de ironía y desprecio -mira pibe esperábamos más de vos- o -necesitamos que estés a la altura- o -la revista exige que entregues en tiempo y forma-. Era una eterna discusión sin sentido entre mi intento de columnista y la oficina de recursos humanos de mi cabeza. Se hizo de noche, escuché una sirena a lo lejos en el silencio de mi habitación. Procedí a contemplar el cuadro de Jimi Hendrix que parecía no haber padecido jamás un bloqueo creativo. Sostenía su Stratocaster con los ojos cerrados y estirando una nota hacia la eternidad absoluta. De alguna forma su imagen me tranquilizó, supongo que por eso conserve ese pequeño cuadro a lo largo de cada mudanza. Noté que se acercaba un horario propicio para cenar. Me resigné a discutir conmigo y me dirigí a la heladera, ilusionado con encontrarme una pizza y no las sobras de arroz que realmente encontraría.
Entonces apareció él, por la ventana de la cocina. Un gato gris. Como si fuera su casa. Y cuando quise darme cuenta estaba sirviéndole un plato con leche.
¿Acaso has sentido mi soledad?
¿Has venido a ayudarme?
¿Eres la extraña musa que ha venido a mi rescate?
Ponderaba mi anatomía con ojos sabios. De pronto su cara empezó a hipnotizarme, las extrañas manchas de su pelaje comenzaron a deformarse en dibujos tribales y sus ojos se agigantaban y se fundían con extrañas formas de psicodelia. Entonces me dejé caer en el abismo lisérgico de su mirada. Me leía como un libro y me traía recuerdos, como invitándome a jugar con ellos. Era su modo de divertirse. Jugaba conmigo. Dejé de escuchar los sonidos que provenían de mi departamento, entré en una especie de viaje, no pude percibir si viajaba sólo mi mente o si mi cuerpo venía conmigo. Me sumergí en lo que parecía un vívido sueño, luego entendí que era un momento de mi pasado. Mis sentidos apreciaban cada mínimo detalle, era volver a vivir lo vivido. No había ni un solo error en esta simulación de vida pasada.
Mi primer recuerdo fue de una noche con mis amigos. Hace muchos años tuve amigos, los últimos que me quedaban. De a poco dejé de verlos. En nuestra última reunión se habló de hacer un viaje juntos para reforzar un poco la unión que ya venía bastante gastada. Yo decliné la propuesta de forma poco clara dejando en evidencia mi falta de entusiasmo con esa idea. Ellos siempre quisieron estar conmigo a pesar de mi personalidad de ermitaño. Sentí el olor a carne asada, la cerveza y hasta escuché cada anécdota tal cual como había sido al momento de haberlo vivido. Crucé miradas, interrumpí a alguien al momento de hablar, era el vivo retrato del aire social que a cualquiera le sentaría bien. A mi no. Sin embargo sus intenciones eran reales, no fui bueno con ellos, merecían algo más.
Cuando volví de ese estado pude ver al gato yéndose por donde vino. Había tirado el plato de leche al suelo antes de marcharse. Ese felino desagradecido. Ya se había divertido por hoy. Me dispuse a limpiar el suelo de la cocina mientras asimilaba lo que acababa de sucederme ¿Había enloquecido por el estrés laboral? El sonido del trapo de piso húmedo sumergiéndose en el agua grisácea del balde me recordó al -aplauso para el asador- que no llegué a recordar de aquella noche en casa del más cocinero de mis amigos. No había forma lógica de entender lo que pasaba con ese gato ¿Era un gato brujo o realmente yo tenía un severo trastorno mental?
Como sea, estresado o no tenía que ponerme a escribir algo. Me vi obligado a recurrir a una vieja carpeta húmeda que guardaba para estos casos de sequía narrativa. En ella tenía recortes de viejas noticias que en algún momento me habían parecido llamativas, bizarras o divertidas. No hubo caso, ninguna me inspiró ni media palabra que me hiciera mover el lápiz. Me resigné a recalentar el maldito arroz.
La segunda noche no lo oí entrar, lo escuché maullar y estaba ya entre mis pies. Caminaba de un lado a otro por debajo de mi pequeña mesa. La oscura soledad de mi hogar parecía combinar muy bien con el gris de su pelo sedoso aunque algo maltratado. Volví a darle alimento y pronto sus ojos encontraron los míos. Sonaba un tango a lo lejos, tal vez de mi vecino, el anciano rengo del 1ero “B”. El gato comenzó a poseerme de nuevo, sus pupilas volvieron a deformarse y, de algún modo sobrenatural, se posaban en las mías. Sin darme cuenta ya estaba de nuevo en trance.
Mis piernas temblaban, se sentían más pequeñas, más débiles. Y ahí estaba yo, en casa de mis padres siendo niño otra vez. Podía oírlos discutir, vociferaban el uno al otro. Yo intentaba enfriar mi café, soplaba, eran en vano mis intentos de pensar en otra cosa. Escuché los gritos, sentí la violencia, esa que alguna vez fue amor. Mi padre estaba golpeando una vez más a mi madre. Esa noche fue la última vez. La casa denotaba una arquitectura antigua, yo realmente no creía recordarla del todo, pero ahí estaba con cada detalle donde debía estar. La mancha de humedad en la pared del fondo en mi habitación, la madera dañada en el suelo de la entrada, el marco de la puerta despintado, la ruidosa baldosa floja que siempre pisaba al salir de mi habitación para dirigirme al zaguán. Pero lo más real, lo más ruidoso de todo era la violencia en los gritos de mis padres. El sonido inconfundible de los nudillos de la mano derecha de mi papá ablandando las carnes de mi mamá. No podía soportarlo, no de nuevo.
Decidí ser un héroe, me acerqué al baño, la escena describía a un hombre en ropa interior encorvado, observando a la indefensa mujer que se suponía que amaba mientras lloraba sentada aferrándose al inodoro. Su mejilla se tornó de un color rojizo y morado a la vez. Me paré firmemente detrás de mi padre, le grité y funcionó. Basta le dije.
Él se fue, pero no sin antes golpearme de tal manera como para dejarme sordo de un oído. Y así fue, el izquierdo quedó muy comprometido. Años después comencé a perder la audición de ese lado. Mi madre lloraba, yo y mi congoja nos quedamos observando el andar de mi padre hacia la puerta principal. Había decidido marcharse y estuvo apunto de irse en calzones. En un instante de lucidez notó su desprolijidad y se volvió a buscar su ropa mientras mamá se levantaba lentamente del suelo mirándome. Entre lágrimas me preguntó algo que no escuché. Así desarrollé una fuerte desconfianza hacia los extraños, me volví antisocial. Al día siguiente en la escuela recuerdo que me alejaba de todos. Adquirí la costumbre de esperar a que no haya nadie en el baño de la escuela para hacer mis necesidades. Si sentía ganas de usar el baño primero entraba y revisaba que no haya nadie, si no era así me quedaba parado del lado de afuera hasta que terminasen de ocuparlo. No me importaba que hubiera varios urinales e inodoros con su respectiva puerta.
Con los años empezaba a incomodarme estar en la calle o incluso en reuniones de más de dos personas, les escapaba como sea siempre que podía. La soledad empezó a ser mía. Y yo de ella.
Un momento después comenzaron a alejarse las imágenes del pasado y gradualmente mi cuerpo volvía a ser el que tenía de adulto. Volví a ser yo en la soledad de un piso de Constitución. Miré a mi alrededor y el pequeño felino ya no estaba. Pude escuchar sus pasos alejándose por los techos y mientras recuperaba el equilibrio me pregunté qué enseñanza me estaría dejando.
¿Cómo sería su próxima revelación?
Al día siguiente cuando regresé del mercado ansiaba verlo, pero nunca apareció. En vano compré comida para gato esa tarde. Lo esperé mientras ordenaba mis discos viejos. Mi colección de vinilos era todo un tesoro. Me relajaba ordenándolos de diversas maneras. Más tarde hice arroz por segunda vez en tres días. Luego a la noche salí a comprar cigarrillos. Hacía frío y el viento hacía flamear los abrigos de la poca gente que caminaba un viernes a la medianoche por la avenida Caseros. Cuando volví me puse a escribir algo que luego terminó en la basura, no tenía ni una hoja de texto y me quedaba poco para la fecha de entrega.
Al cuarto día la noche era agradable, hacía calor y algunas nubes querían asomarse y formar parte de un cielo pintoresco que permanecía expectante sobre las vidas de la gente común de la ciudad. Esas vidas que transcurrían. Cuantas cosas interesantes debían estar pasando afuera y yo perdiendo mi sábado sin poder escribir nada sobre ello. Decidí embriagarme, un soberbio whisky me esperaba en el living. Pasaban las horas y mi máquina de escribir descansaba sola en el escritorio de mi oficina, hoy no pensaba trabajar.
Por primera vez en mucho tiempo realmente me sentí sólo frente al absurdo televisor. Me vi a mi mismo como un solitario que estaba perdiendo la razón y deliraba con un gato que poseía extrañas habilidades. Pensé en escribir sobre eso, pero significaba exponerse al ridículo en demasía. ¿Cuánto tiempo faltaría para que mi cordura me abandonase por completo?
Al cabo de un par de horas y mucho beber apareció mi amigo el gris, se acercó desde la cocina y arropó mi hogar con su mera presencia en la madrugada. Esta vez me encontró borracho, el olor a alcohol no pareció molestarle y sin darme cuenta ya estaba frente a mis ojos ella. Podía verla, podía olerla, escucharla, besarla. Pero no quería hacerlo. Su encanto ya no tenía efecto alguno sobre mi. Éramos tan felices (me dijo) ¿por qué ya no querés estar conmigo?
Y era una buena pregunta. Al poco tiempo la vi feliz, o eso parecía, tratando de empezar de nuevo con otro hombre. Nunca lo dije pero me arrepentí de haberla dejado ir. Era especial. Todos somos especiales. Por eso nadie lo es.
Pronto volví y noté que el gato me miraba fijamente, comprendí que tenía hambre. Fui como pude a servirle un poco de alimento balanceado y note que ya casi no había whisky, destapé una cerveza. Pensé en escribir mientras él comía. Pensé en mi madre. Y en mis amigos. Mi vida tan mal vivida, mi libertad vacía. Mi ego. Mis miedos. Entonces lo vi… lo vi muy claro. El gato era yo.
Agudizado por mis sentidos, me volví salvaje e independiente, desconfiado y letal. Sentí aromas que pensé no existían, me alejé por la ventana y observé las tinieblas atraído por sus sonidos.
Entendí la vida desde otra perspectiva, otro plano. Vagué entre los techos, fui la noche y con la oscuridad fuimos uno. Por primera vez me sentí libre realmente. Mientras escapaba pude verme en la oficina sentado escribiendo y tomando cerveza. De repente parecía tener mucho de que escribir.
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