TODO LO QUE AMAS SE TE ARREBATARÁ. Stephen King.


Era un Motel 6 en la interestatal 80, a escasa distancia al oeste de Lincoln, Nebraska. La nieve que empezó a caer a media tarde había desvaído el amarillo chillón del rotulo hasta dejarlo en un tono pastel más soportable mientras la luz desaparecía del crepúsculo de enero. El viento empezaba a adquirir esa cualidad invasiva y desbocada que solo se aprecia durante el invierno en la inmensa planicie que surca el centro del país. En esos momentos, solo representaba una molestia, pero si por la noche arreciaba la nevada, extremo sobre el que los meteorólogos no parecían ponerse de acuerdo, la carretera estaría cortada a la mañana siguiente. Pero a Alfie Zimmer le daba igual. Obtuvo la llave de un hombre ataviado con chaleco rojo y condujo hasta el final del alargado edificio de hormigón. Llevaba veinte años vendiendo en el Medio Oeste y se regía por cuatro reglas básicas que él mismo había formulado para garantizarse un buen reposo nocturno. En primer lugar, reservar siempre con antelación. En segundo lugar, reservar siempre en una franquicia a ser posible, ya fuera del Holiday Inn, del Confort Inn o del Motel 6. En tercer lugar, pedir siempre una habitación situada en el extremo del edificio. De ese modo, lo peor que podía tocarte eran vecinos ruidosos en un solo lado. Y por último, pedir siempre una habitación que empezara por 1. Alfie tenía cuarenta y cuatro años, demasiados para andar tirándose a putas de carretera, comer bocadillos de pollo empanado y cargar su equipaje escaleras arriba. Por lo general, las habitaciones de las plantas bajas se reservaban a no fumadores, pero Alfie siempre pedía una y fumaba de todos modos. Alguien había aparcado en el espacio situado delante de la habitación 190. De hecho, todos los huecos a lo largo del edificio estaban ocupados, cosa que no sorprendió a Alfie. Por mucho que reservaras y tuvieras la habitación garantizada, si llegabas tarde (y en un día como aquel, tarde significaba a partir de las cuatro), te veías obligado a aparcar lejos y caminar. Los coches pertenecientes a los que habían llegado pronto estaban acurrucados contra el edificio de hormigón gris y la larga hilera de puertas amarillo limón cuyas ventanitas ya aparecían cubiertas por una fina capa de nieve. Alfie dobló la esquina y aparcó con el morro del Chevrolet apuntando hacia el campo de algún granjero, que a la luz grisácea de aquel crepúsculo apenas se adivinaba. En el extremo más alejado de su campo de visión divisó las luces de una granja. La familia estaría sin duda en el interior de la casa protegiéndose del frío. Fuera, el viento soplaba con fuerza suficiente para balancear el coche. En aquel instante, una ráfaga de nieve ocultó brevemente las luces de la granja. Alfie era un hombre corpulento de rostro rubicundo y la respiración ruidosa típica del fumador. Llevaba abrigo porque eso era lo que a la gente le gustaba que llevaran los vendedores. Nada de chaqueta. Los tenderos vendían a los tipos que llevaban chaquetas y gorras de granjero, pero no les compraban. La llave de la habitación yacía sobre el asiento del acompañante, sujeta a un rombo de plástico verde. Era una llave de verdad, no una tarjeta magnética. En la radio, Clint Black cantaba «Nothin' but the tail Lights», una canción country. Lincoln contaba ahora con una emisora rockera en FM, pero a Alfie no le parecía apropiado el rock and roll, al menos en aquella parte del país, donde si te pasabas a AM aún oías a viejos furiosos anunciando a gritos las hogueras del infierno. Apagó el motor, se guardó la llave de la 190 en el bolsillo y comprobó que aún llevaba el cuaderno, su viejo amigo. —«Salve a rusos judíos —se recordó a sí mismo—. Gane valiosos premios.» Se apeó del coche, y una ráfaga de viento lo azotó con fuerza, haciendo que se tambaleara mientras las perneras de los pantalones le revoloteaban alrededor de las piernas. Lanzó una sorprendida carcajada de fumador. Tenía las muestras en el maletero, pero no las necesitaría esa noche. Ni esa noche ni nunca. Sacó la maleta y el maletín del asiento trasero, cerró la puerta y pulsó el botón negro del cierre centralizado, el que cerraba todas las puertas. El rojo activaba la alarma y era para cuando estaban a punto de atracarte. A Alfie nunca lo habían atracado. Imaginaba que a pocos vendedores de delicatessen les sucedía, sobre todo en aquella parte del país. Existía un mercado de delicatessen en Nebraska, Iowa, Oklahoma y Kansas, incluso en las dos Dakotas, aunque a muchos les costara creerlo. A Alfie le habían ido bien las cosas, sobre todo en los dos últimos años, tras familiarizarse con los intersticios más profundos del mercado, pero, en cualquier caso, era un mercado que no podía compararse con el de los fertilizantes, por ejemplo. Fertilizantes que, por cierto, olían a pesar del viento invernal que le helaba las mejillas y se las teñía de un rojo aún más intenso de lo habitual. Se quedó quieto un momento más, esperando a que el viento amainara un poco. Cuando sucedió, vio de nuevo las luces de la granja. La casa. Y tal vez detrás de aquellas luces, la esposa del granjero estuviera calentando en aquel instante una lata de sopa de guisantes Cottager o quizá descongelando un pastel de carne Cottager o unas raciones de pollo à la française. Sí, era posible, más que posible, mientras su marido miraba las noticias de la tarde con los pies enfundados en calcetines y apoyados sobre un escabel, su hijo jugaba a un videojuego en la consola de la planta superior y su hija estaba sentada en el bañera, envuelta en fragantes burbujas, leyendo Luces del Norte, de Philip Pullman, o quizá una de las entregas de Harry Potter, el favorito de la hija de Alfie, Carlene. Todo eso estaría pasando tras las luces, la articulación universal de una familia girando tranquila sin chirriar, pero entre ellos y el aparcamiento del motel mediaban dos kilómetros de campo llano, blanco a la luz huidiza de un cielo encapotado y entumecido por la estación. Por un instante fugaz, Alfie se imaginó cruzando el campo con sus zapatos de ciudad, el maletín en una mano y la maleta en la otra, abriéndose paso entre los surcos congelados hasta por fin llegar y llamar a la puerta. La puerta se abriría, y desde el interior le llegaría el aroma de la sopa de guisantes, ese olor tan reconfortante, y oiría al meteorólogo de la KETV anunciar desde la otra habitación: «Pero echemos ahora un vistazo a este sistema de bajas presiones que se avecina desde las Rocosas». ¿Y qué le diría Alfie a la esposa del granjero? ¿Que pasaba por allí y había decidido quedarse a cenar? ¿Le recomendaría que salvara a judíos rusos para obtener a cambio valiosos premios? ¿Podía empezar diciendo: «Señora, según al menos una fuente que leí hace poco, todo lo que ama le será arrebatado»? No estaba mal para romper el hielo, sin duda despertaría el interés de la esposa del granjero por el desconocido viajante que acababa de atravesar el campo este de su marido para llamar a la puerta de su casa. Y cuando lo invitara a pasar para saber más del asunto, podía abrir el maletín y darle un par de sus libros de muestra, diciéndole que una vez descubriera la marca Cottager de delicatessen rápidas, sin duda querría probar también los placeres más sofisticados de Ma Mere. Y por cierto, ¿le gustaba el caviar? A muchos les gustaba, incluso en Nebraska. Se estaba congelando allí de pie. Dio la espalda al campo y las luces que brillaban en su extremo más alejado y echó a andar hacia el hotel, caminando con cuidado para no dar un patinazo y caer cuan largo era. No sería la primera vez; de hecho, le había pasado muchas veces en muchos aparcamientos. A decir verdad, ya le había pasado casi de todo, y suponía que eso formaba parte del problema. El tejado del motel tenía alero, de modo que pudo resguardarse de la nieve. Vio una máquina expendedora de Coca-Cola que exigía el importe exacto. Había también una máquina de hielo y otra de comida basura, con barritas de chocolate y distintos tipos de patatas fritas colocadas tras muelles de metal que parecían de somier. La máquina de golosinas no exigía el importe exacto. De la habitación situada a la izquierda de aquella en la que tenía intención de suicidarse le llegaban las voces del noticiario, pero sin duda sonarían mejor en aquella granja del otro lado del campo. El viento rugía. La nieve se arremolinaba en torno a sus zapatos de ciudad. Alfie entró en su habitación. El interruptor de la luz estaba a la izquierda de la puerta. Encendió la luz y cerró la puerta. Conocía la habitación; era la habitación de sus sueños. Era cuadrada, de paredes blancas. En una de ellas vio un cuadro donde un niño pequeño tocado con sombrero de paja dormía con una caña de pescar en la mano. Una fina alfombra verde de tejido sintético cubría el suelo. Hacía frío, pero en cuanto pusiera el climatizador al máximo, la habitación no tardaría en caldearse. Sin duda, acabaría haciendo demasiado calor. A lo largo de toda una pared había un mostrador con un televisor sobre el que una cartulina anunciaba películas de pago. La habitación disponía de dos camas cubiertas con sendas colchas de color dorado remetidas bajo las almohadas de modo que estas parecían cadáveres de bebés. Entre las camas había una mesilla de noche sobre la que se veían una Biblia, una guía de programación televisiva y un teléfono color carne. Más allá de la segunda cama se abría la puerta del baño. Cuando encendías la luz interior se ponía en marcha el extractor de aire. Si querías luz, tenías que apechugar con el extractor, no había vuelta de hoja. La luz sería un fluorescente cargado de fantasmas de moscas muertas. En la encimera situada junto al lavabo habría un hornillo eléctrico, un hervidor de agua y varios sobres de café instantáneo. El aire estaba impregnado de un olor muy determinado, mezcla de producto de limpieza contundente y el moho de la cortina de ducha. Alfie se lo sabía todo de memoria. Lo había soñado todo, inclusive la alfombra verde, pero no tenía mérito alguno, era un sueño fácil. Consideró la posibilidad de poner en marcha la calefacción, pero haría ruido y además, ¿para qué? Se desabrochó el abrigo y dejó la maleta en el suelo, al pie de la cama más próxima al baño. El maletín lo dejó sobre la colcha dorada. Se sentó con los faldones del abrigo extendidos a su alrededor como una falda o un vestido, abrió el maletín, hojeó los distintos folletos, catálogos y formularios de pedido, y por fin encontró el arma. Era un revólver Smith & Wesson del 38. Lo puso sobre las almohadas en la cabecera de la cama. Encendió un cigarrillo, alargó la mano hacia el teléfono y de repente se acordó del cuaderno. Deslizó la mano en el bolsillo derecho del abrigo y lo sacó. Era un viejo cuaderno de espiral, comprado por un dólar cuarenta y nueve en la sección de papelería de algún tugurio olvidado de Omaha, Sioux City o tal vez Jubilee, Kansas. La tapa aparecía arrugada y casi desprovista de toda marca original. Algunas de las páginas se habían desprendido parcialmente de la espiral que encuadernaba la libreta, pero todas seguían en su sitio. Alfie llevaba ese cuaderno desde hacía casi siete años, desde la época en que vendía lectores de códigos de barras para Simonex. En el estante bajo el teléfono había un cenicero. En aquella zona del país, algunas habitaciones de motel todavía incluían ceniceros, incluso en la planta baja. Alfie lo sacó, puso el cigarrillo en el surco y abrió el cuaderno. Pasó página tras página escrita con cien bolígrafos distintos, e incluso algún que otro lápiz, deteniéndose a leer algunas entradas. Una de ellas decía: «Se la mamé a Jim Morrison con mi boquita de piñón (LAWRENCE KS)». LOS lavabos estaban repletos de pintadas de homosexuales, casi todas ellas aburridas y repetitivas, pero lo de «boquita de piñón» no estaba mal. Otra rezaba: «Al Gore es mi putita favorita (MURDO S DAK)». La última página, a tres cuartos de cuaderno, solo contenía dos entradas. «No masques chicle Durex que sabe a goma (AVOCA IA)» y «Cuchi cuchi, cómeme el chichi». Le encantaban todas aquellas «chis». Revolvió el contenido del bolsillo interior del abrigo y encontró papeles, un viejo recibo de peaje, un frasco de pastillas que había dejado de tomar y por fin el bolígrafo que siempre ocultaba entre la basura. Había llegado el momento de anotar los hallazgos del día. Dos buenos, ambos de la misma área de servicio, uno sobre el urinario que había usado y el otro grabado con cuchillo en la vitrina de los mapas que había junto a la máquina de golosinas Have-A-Bite. (Por alguna razón, la empresa Snax, que en opinión de Alfie ofrecía productos de calidad superior, había desaparecido de las áreas de servicio de la interestatal 80 cuatro años antes.) En los últimos tiempos, a veces transcurrían dos semanas y cuatro mil quinientos kilómetros sin que Alfie viera nada nuevo, ni siquiera variaciones aceptables de algo antiguo. Pero de repente, zas, dos en un solo día. Dos el último día, como si se tratara de una especie de señal. En la caña de su bolígrafo se veían impresas en dorado las palabras DELICATESSEN COTTAGER, LO BUENO, junto al logotipo, una choza con tejado de paja y humo saliendo de la pintoresca chimenea ladeada. Sentado en la cama, con el abrigo aún puesto, Alfie se inclinó aplicadamente sobre el viejo cuaderno de modo que su sombra se proyectó sobre la página. Bajo las dos últimas entradas añadió «Salve a judíos rusos y gane valiosos premios (WALTON NEB)» y «Todo lo que amas te será arrebatado (WALTON NEB)». Luego vaciló un instante. Nunca añadía notas explicativas, pues le gustaba que sus hallazgos hablaran por sí mismos, y las notas convertían lo exótico en mundano (o al menos eso había llegado a creer, ya que los primeros años acotaba las entradas con entera libertad), pero de vez en cuando aún le parecía que una nota al pie resultaba más aclaradora que decepcionante. Agregó un asterisco a la segunda entrada («Todo lo que amas te será arrebatado [WALTON NEB]»), trazó una línea de cinco centímetros en la parte inferior de la página y debajo escribió:*  * «Para leer esto también debe echarse un vistazo a la salida del área de servicio Walton en dirección a la autopista, es decir, a los conductores que abandonan el área.»  A continuación se guardó de nuevo el bolígrafo en el bolsillo al tiempo que se preguntaba por qué continuar con algo a tan pocos instantes de acabar con todo. Pero no se le ocurrió ninguna respuesta. Aunque por supuesto, uno también seguía respirando. No podía dejar de respirar a menos que le privaran de esa capacidad mediante cirugía. El viento seguía soplando con fuerza. Alfie se volvió un instante hacia la ventana, cuya cortina, también verde, aunque de un matiz distinto de la alfombra, estaba corrida. Si la descorría, vería cadenas de luz en la interestatal, y cada uno de los brillos marcaría la presencia de seres pensantes recorriendo la carretera. Al poco volvió a concentrarse en el cuaderno. Tenía intención de hacerlo, sí, señor, pero es que... en fin... —Respirar —dijo con una sonrisa. Cogió el cigarrillo del cenicero, dio una calada, lo dejó de nuevo en el surco y siguió hojeando el cuaderno. Las entradas recordaban miles de áreas de servicio, restaurantuchos de carretera y zonas de descanso, al igual que una canción escuchada en la radio puede recordarnos lugares, momentos, personas, bebidas o pensamientos. «Aquí estoy, con el corazón destrozado, porque intenté cagar y solo un pedo me he tirado.» Todo el mundo conocía esa pintada, pero Alfie tenía una variación interesante del restaurante Double D Steaks de Hooker, Oklahoma: «Aquí estoy, con el alma perdida, intentando cagar la salsa de taco. Sé que voy a lanzar un submarino, solo espero no irme a tomar por el saco». Y de Casey, Iowa, donde la carretera 25 se cruza con la interestatal 80: «Mi madre me hizo puta». A lo que alguien había añadido en caligrafía muy distinta: «Y si le llevo los ingredientes, ¿me hará a mí también?». Había empezado a coleccionarlas cuando vendía lectores de códigos de barras, anotando pintadas en el cuaderno de espiral sin saber al principio por qué lo hacía. Le parecían graciosas, desconcertantes o ambas cosas. Pero con el tiempo habían llegado a fascinarle aquellos mensajes de autopista, donde los únicos otros medios de comunicación eran las ráfagas de faros cuando te cruzabas con alguien en la lluvia o el gesto obsceno de algún conductor cuando lo adelantabas y le echabas encima una estela de nieve. Con el tiempo había llegado a comprender, o tal vez solo a esperar, que los mensajes poseían algún significado. El sonsonete de «cuchi cuchi», por ejemplo, o la furia inarticulada de «1380 West Avenue, mata a mi madre y LLÉVATE SUS JOYAS». O uno de los clásicos: «Aquí estoy, con las mejillas hinchadas, intentando parir las enchiladas». Cuando te parabas a pensarlo, la métrica era peculiar. No eran los típicos pentámetros yámbicos, sino dos extraños endecasílabos que, pese a tener la misma longitud, conferían una sensación de asimetría que, por otro lado, contribuía en gran medida a su encanto. En muchas ocasiones había pensado en la posibilidad de asistir a algún curso para cogerle el tranquillo a todo ese asunto de la métrica y así saber lo que se decía en lugar de tener que basarse únicamente en la intuición. Lo único que recordaba con claridad de la escuela era el pentámetro yámbico: «Ser o no ser, he ahí el dilema». De hecho, lo había visto en un lavabo de hombres en la interestatal 70, y alguien había agregado: «La cuestión es quién era tu padre, capullo». Y los trisílabos. ¿Cómo se llamaban? ¿Trocaicos? No lo sabía. El hecho de averiguarlo ya no le parecía importante, pero sí, podía averiguarlo. Era algo que ciertas personas enseñaban; nada del otro jueves, la verdad. Otra variación que Alfie había visto en muchas partes del país: «Aquí estoy, un John Wayne, dando a luz a un poli de Maine». Siempre Maine, adondequiera que fueras. Siempre un poli de Maine, pero ¿por qué? Pues porque ningún otro estado servía. Maine era el único estado monosílabo de los cincuenta que componían la nación, y no obstante, se lo consideraba un trisílabo: «Aquí estoy, un John Wayne». Había barajado la posibilidad de escribir un libro. Uno pequeñito. El primer título que se le ocurrió fue «No mires arriba, que te meas en los zapatos», pero no se le podía poner semejante título a un libro, al menos si uno pretendía que lo vendieran en las librerías. Además, era un título ligero, frívolo, y Alfie había llegado a la conclusión de que en las carreteras sucedía algo, y no frívolo precisamente. El título por el que se había decidido finalmente era la adaptación de algo que había visto en el lavabo de un área de servicio a las afueras de Fort Scott, Kansas, en la carretera 54. «Yo maté a Ted Bundy: Código Secreto de Circulación para las carreteras de Norteamérica», de Alfred Zimmer. Sonaba misterioso, ominoso, casi erudito. Pero no lo había hecho. Y si bien había visto la frase «Y si le llevo los ingredientes, ¿me hará a mí también?», añadida a «Mi madre me hizo puta» por todos los confines del país, nunca había comentado con exhaustividad (al menos por escrito) la cruda falta de comprensión, la escueta frialdad de la respuesta. Por no hablar de «Mamón es el rey de New Jersey». ¿Cómo explicar que el hecho de que mencionara New Jersey la convertía en una frase divertida, cosa que nunca habría sucedido de hacer referencia a otro estado? Intentarlo siquiera resultaba casi arrogante. A fin de cuentas, él no era más que un hombre sin importancia con un empleo sin importancia. Vendía cosas. Platos congelados, en la actualidad. Y ahora, por supuesto... ahora... Alfie dio otra larga chupada al cigarrillo, lo aplastó y llamó a casa. No esperaba que Maura contestara al teléfono. Fue su propia voz grabada la que lo saludó antes de indicar el número de su móvil. Para lo que le iba a servir eso... El móvil estaba en el maletero del Chevrolet, estropeado. Nunca había tenido suerte con los artilugios electrónicos. —Hola, soy yo —dijo después de la señal—. Estoy en Lincoln, en medio de una nevada. No te olvides del estofado que ibas a llevarle a mi madre. Lo está esperando. Y también me pidió los vales de descuento del súper. Sé que consideras que está un poco loca, pero hazlo por mí, ¿de acuerdo? Es muy mayor. Dale saludos a Carlene. —Hizo una pausa y a continuación añadió, por primera vez en unos cinco años—: Te quiero. Colgó, pensó en encender otro cigarrillo, porque al fin y al cabo no tenía que preocuparse del cáncer de pulmón, pero decidió no hacerlo. Dejó el cuaderno abierto por la última página junto al teléfono. Cogió el arma y comprobó la recámara. Estaba llena. Devolvió la recámara a su lugar con un golpe de muñeca y se metió el cañón en la boca. Sabía a aceite y metal. Pensó: «Aquí estoy, en esta sala, a punto de comerme una puta bala». Sonrió en torno al cañón. Qué malo. Nunca la habría escrito en el libro. De repente se le ocurrió otra cosa y dejó el arma de nuevo sobre la almohada. Descolgó el teléfono y una vez más marcó el número de su casa. Esperó a que su voz recitara el inservible número del móvil y por fin dijo: —Soy yo otra vez. No olvides que Rambo tiene hora en el veterinario pasado mañana por la tarde, ¿vale? Y ponle el arnés por la noche. Le va muy bien para las caderas. Hasta luego. Colgó y volvió a levantar el arma. Pero antes de poder metérsela en la boca, miró de nuevo el cuaderno. Frunció el entrecejo y dejó el arma a un lado. El cuaderno estaba abierto por las últimas cuatro entradas. Lo primero que la persona que acudiera vería al entrar en la habitación sería su cadáver despatarrado sobre la cama más próxima al baño, la cabeza colgando boca abajo y sangrando sobre la alfombra sintética verde. Pero lo segundo sería el cuaderno de espiral abierto por la última página escrita. Alfie imaginó a algún poli, algún agente estatal de Nebraska sobre el que nunca escribirían en ninguna pared de lavabo a causa de los rigores de la métrica, leyendo aquellas últimas entradas, quizá acercándose el viejo y gastado cuaderno con ayuda del bolígrafo. Leería las tres primeras, la del chicle Durex, la de «cuchi cuchi» y la de salvar a los judíos rusos, y las consideraría meras locuras. Al leer la última «Todo lo que amas te será arrebatado», concluiría que el muerto había recobrado cierto grado de cordura al final, suficiente para redactar una nota de suicidio más o menos racional. loco. A Alfie no le gustaba la idea de que la gente considerara que estaba loco, y la inspección del cuaderno, que contenía mensajes tales como «Medger Evers está vivito y coleando en Disneylandia», no haría más que confirmar dicha sospecha. No estaba loco, y las cosas que había anotado allí a lo largo de los años no eran locuras, estaba convencido de ello. Y si se equivocaba, si aquellos versos eran obra de chalados, entonces se imponía estudiarlos aún con mayor detenimiento. Por ejemplo, lo de que «no mires arriba, que te meas en los zapatos», ¿era sentido del humor o un gruñido furioso? Consideró la posibilidad de echar el cuaderno al retrete para desembarazarse de él, pero decidió no hacerlo. Sin duda acabaría arrodillado ante la taza, con la camisa arremangada e intentando sacarlo a toda cosa. Todo ello entre el traqueteo del extractor y el zumbido del fluorescente. Además, la inmersión emborronaría la tinta, pero no la borraría del todo. Y, sobre todo, el cuaderno llevaba tanto tiempo con él, viajando en su bolsillo a lo largo de tantos kilómetros llanos y desiertos del Medio Oeste, que detestaba la idea de deshacerse de él. ¿La última página, entonces? A buen seguro, una sola página arrugada bajaría por el retrete. Pero el resto seguiría a merced de ellos (siempre había unos «ellos»), y sin duda concluirían que era prueba fehaciente de una mente perturbada. «Menos mal que no decidió aparecer por el patio de una escuela con un rifle de asalto para llevarse por delante a un montón de críos», dirían. Y esa idea perseguiría a Maura como una lata atada al rabo de un perro. «¿Sabéis lo de su marido?», se preguntarían unas a otras en el supermercado. «Se suicidó en un motel y dejó un cuaderno lleno de chaladuras. Menos mal que no la mató a ella.» Bueno, podía permitirse el lujo de mostrarse un poco duro en eso, porque Maura ya era mayorcita, pero Carlene, en cambio... Carlene estaba... Alfie miró el reloj. En esos momentos debía de estar en el partido de baloncesto. Sus compañeras de equipo dirían más o menos las mismas cosas que las señoras del súper, solo que sin tanta discreción y con las risitas espeluznantes propias de los críos de séptimo y con una expresión entre ávida y horrorizada. ¿Era eso justo? No, claro que no, pero tampoco era justo lo que le había sucedido a él. A veces, cuando uno conducía por la carretera, veía grandes jirones de goma desprendidos de los neumáticos de emergencia que utilizaban algunos camioneros autónomos. Así se sentía él ahora, como un jirón de goma. Las pastillas no hacían más que empeorar la situación. Te despejaban la mente lo suficiente para que vieras con claridad el lío en que estabas metido. —Pero no estoy loco —dijo en voz alta—. Eso no me convierte en un No. De hecho, casi sería mejor estar loco. Alfie cogió el cuaderno, lo cerró como había cerrado la recámara del 38 y permaneció sentado, dándose golpecitos en la pierna con él. Qué absurdo. Absurdo o no, le tocaba las narices. Al igual que pensar en un quemador del fogón a veces le tocaba las narices cuando estaba en casa, hasta el punto de que acababa levantándose para comprobar si estaba encendido, que nunca era el caso. Pero esto era peor, porque le encantaban las anotaciones del cuaderno. Coleccionar pintadas, pensar en pintadas, había sido su verdadero trabajo durante los últimos años, no vender lectores de códigos de barras o platos finolis que no eran más que comida congelada con envoltorios elegantes aptos para el microondas. La estrafalaria vehemencia de «Helen Keller no para de joder», por ejemplo. No obstante, el cuaderno podía convertirse en motivo de vergüenza después de su muerte. Sería como ahorcarte sin querer en el lavabo porque estabas experimentando con una nueva forma de masturbarte, y van y te encuentran con los pantalones bajados y los tobillos manchados de mierda. Tal vez algunas entradas del cuaderno llegaran a publicarse en los periódicos junto a su fotografía. En otros tiempos, la mera idea le habría hecho reír, pero en una época en que incluso los periódicos de orientación más religiosa especulaban sobre un posible lunar en el pene del presidente, no podía hacer caso omiso de ella. ¿Debía quemarlo, entonces? No, corría el riesgo de activar el puto detector de humo. paja? ¿Esconderlo detrás del cuadro, el del niño de la caña y el sombrero de Alfie meditó unos instantes y por fin asintió. No era mala idea. El cuaderno de espiral podía permanecer allí durante años, y un buen día, en un futuro lejano, caería de su escondrijo. Alguien, tal vez un cliente, aunque con mayor probabilidad una camarera, lo recogería impulsado por la curiosidad y lo hojearía. ¿Cuál sería su reacción? ¿Se escandalizaría? ¿Le parecería gracioso? ¿Se quedaría perpleja? Alfie esperaba que sucediera esto último, porque los comentarios anotados en el cuaderno eran desconcertantes. «Elvis mató a Cono Grande», había escrito alguien en Hackberry, Texas. «La serenidad es la rectitud», había opinado otro en Rapid City, Dakota del Sur. A lo que alguien había puntualizado: «No, burro, serenidad = (va)2 + b, si v = serenidad, a = satisfacción, y b = compatibilidad sexual». Bien, pues detrás del cuadro. Alfie estaba cruzando la habitación cuando recordó las píldoras que llevaba en el bolsillo del abrigo. Y tenía más en la guantera del coche, de clases distintas, pero con el mismo propósito. Eran fármacos de esos que el médico no te receta si te sientes... digamos... optimista. En cuanto encontraran las píldoras, los policías buscarían otros medicamentos, y cuando apartaran el cuadro de la pared para mirar detrás, el cuaderno caería sobre la alfombra verde. Las anotaciones parecerían más absurdas, más demenciales por el simple hecho de haberse tomado tantas molestias para esconder el cuaderno. E interpretarían la última entrada como una nota de suicidio, precisamente por ser la última entrada. Hiciera lo que hiciese con el cuaderno, eso era lo que sucedería, con la misma seguridad que la mierda se pega al culo de Estados Unidos, como había escrito un poeta de autopista en el este de Texas. —Si es que lo encuentran —dijo en voz alta, y de repente se le ocurrió la solución. La nevada había arreciado, el viento soplaba con mayor intensidad y las luces de la granja se habían apagado. Alfie estaba de pie tras su coche cubierto de nieve al final del aparcamiento, con el abrigo revoloteando. En la granja, toda la familia estaría mirando la tele, siempre y cuando la antena parabólica no hubiera salido volando del tejado del granero. En casa de Alfie, su esposa y su hija habrían regresado del partido de baloncesto. Maura y Carlene vivían en un mundo que nada tenía que ver con autopistas, envases de comida rápida volando por las cunetas ni el aullido de los camiones adelantándote a ciento veinte o incluso a ciento cuarenta con el correspondiente efecto Doppler. No es que se quejara (al menos eso esperaba), sino que era un hecho. «Aquí no hay nadie aunque haya alguien», había escrito alguien en la pared de un cagadero en Chalk Level, Missouri, y a veces, en aquellos lavabos de área de servicio se veía sangre, por lo general solo un poco, pero una vez había visto un lavabo mugriento bajo un arañado espejo de acero medio lleno de sangre. ¿Alguien se daba cuenta de esas cosas? ¿Alguien daba parte de ellas? En algunas áreas de servicio, el parte meteorológico sonaba sin parar por los altavoces instalados en el techo, y en opinión de Alfie, la voz que lo daba sonaba atormentada, como la de un fantasma que hubiera poseído las cuerdas vocales de un cadáver. En Candy, Kansas, en un área de servicio de la carretera 283, en el condado de Ness, alguien había escrito «Mira cómo me acerco y llamo a la puerta», a lo que otro había agregado: «Si no bienes a darme algún descuento ya te puedes hir, capuyo». Alfie estaba de pie al final del aparcamiento asfaltado, jadeante a causa del aire tan frío y cargado de nieve. En la mano izquierda sostenía el cuaderno casi doblado por la mitad. A fin de cuentas, no había necesidad de destruirlo. Se limitaría a arrojarlo al campo este del granjero, allí, en aquel lugar al oeste de Lincoln. El viento le echaría una mano. Podía arrojarlo a unos siete metros, y el viento podía empujarlo un poco más hasta que quedara atrapado en un surco y cubierto por la nieve. Allí permanecería sepultado todo el invierno, durante mucho tiempo después de que enviaran su cadáver a casa. En primavera, el granjero se acercaría al lugar en tractor mientras escuchaba a Patty Loveless, George Jones o incluso Clint Black, y al arar la tierra enterraría el cuaderno aún más hondo, hasta hacerlo formar parte del plan maestro del universo. Si es que existía uno. «Relájate, no es más que el ciclo de aclarado», había escrito alguien junto a un teléfono público en la interestatal 35, no muy lejos de Cameron, Missouri. Alfie levantó el brazo para arrojar el cuaderno, pero volvió a bajarlo. Detestaba la idea de desprenderse del cuaderno, a decir verdad. Ese era el quid de la cuestión del que todo el mundo hablaba. Pero el asunto estaba negro. Volvió a alzar el brazo, pero de nuevo lo dejó caer. Presa de la indecisión y el nerviosismo, rompió a llorar sin darse cuenta. El viento rugía a su alrededor, de camino adonde fuera. No podía seguir viviendo como había vivido hasta entonces, de eso estaba seguro. Ni un día más. Y un tiro en la boca sería mucho más fácil que cualquier cambio, eso también lo sabía, mucho más fácil que pugnar por escribir un libro que pocos leerían, si es que lo leía alguien. Alzó el brazo por tercera vez, acercó la mano en la que sostenía el cuaderno a la oreja como un lanzador de béisbol disponiéndose a arrojar una bola rápida... y permaneció inmóvil en esa postura. Se le acababa de ocurrir una idea. Contaría hasta sesenta. Si las luces de la granja reaparecían en ese lapso, intentaría escribir el libro. Para escribir un libro así, se dijo, habría que empezar por hablar de lo que significaba calcular las distancias en hitos kilométricos, de la anchura de la tierra, del sonido del viento cuando te apeabas del coche en una de aquellas áreas de servicio de Oklahoma o Dakota del Norte, un sonido que se parecía a las palabras. Habría que describir el silencio, el olor a meados y a pedos pasados de los lavabos, las voces que surgían de las paredes en aquel silencio. Las voces de los que habían escrito algo antes de seguir su camino. Contar todo aquello dolería, pero si el viento amainaba y las luces de la granja reaparecían, lo haría. Y si no, arrojaría el cuaderno al campo, regresaría a la habitación 190, a la izquierda de la máquina de golosinas Snax, y se pegaría un tiro, tal como había previsto. Ya se vería. Ya se vería. Alfie empezó a contar mentalmente, esperando a ver si el viento amainaba.

 

 

 

Me gusta conducir y soy especialmente adicto a esos interminables tramos de interestatal donde no se ven más que praderas a ambos lados y áreas de descanso de hormigón cada sesenta kilómetros. Los lavabos siempre están repletos de pintadas, algunas de ellas extremadamente surrealistas. Empecé a coleccionar esos mensajes por casualidad, anotándolos en un cuaderno de bolsillo, otros los sacaba de internet (existen dos o tres sitios web dedicados a ellas) y por fin encontré el relato en el que encajaban. Es este. No sé si es bueno o no, pero cobré un profundo afecto al hombre solitario que es su protagonista y realmente deseo que las cosas le fueran bien. El primer borrador tenía un desenlace feliz, pero Bill Buford, de The New Yorker, me sugirió un final más ambiguo. Probablemente tenía razón, pero creo que todos deberíamos rezar una oración por los Alfie Zimmer de este mundo.

 

S.K.

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