Es diciembre en 1998, tengo 6 años, puedo sentir el calor de la mano de mi madre. Estamos en la vieja casa de San Telmo donde me crié, se respira antigüedad, conventillo y tango por donde vayas. Ella me lleva a caminar por las habitaciones, la casa es grande y todo es arcaico. Qué pasó? - Le pregunto. Vení, la abuela te quiere ver - Contesta. Abre la puerta con un cuidado poco habitual en ella. Entramos a la habitación mientras la abuela me ve venir recostada debajo de la frazada celeste, se la ve exhausta, sin embargo sonríe. Hablamos, no recuerdo qué le dije ya que toda mi atención era acaparada por los detalles, su voz tan débil, su piel, su aspecto. Ella siempre fue una de esas personas que cuidan mucho su imagen. Tenía alrededor de cincuenta años, pero parecía haber envejecido de golpe, como si el tiempo fuera poco más que un mal chiste. Mi mamá corta un silencio incómodo: -Contale a la abuela que pasaste a primer grado - Me dice en un susurro, como si su madre n